Opinión
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Mar de Historias

Los enemigos

E

n el barrio todo era de todos. Compartíamos por igual logros que fracasos, momentos de alegría o de amargura, rupturas y reconciliaciones, fiestas y duelos. De pronto, a punto de concluir el año, esa solidaridad disminuía. Aunque breve, el alejamiento tenía efectos muy negativos sobre la convivencia: las familias se distanciaban y cada una se veía en la necesidad de sobrellevar, valida de sus pobres recursos, una realidad amarga, llena de carencias, con la fe en el milagro como única esperanza.

I

Al igual que todos, soy hija de mi tiempo. Muchos de mis recuerdos conservan la luz y el ritmo de aquellos años en que, a finales de diciembre y principios de enero, el barrio se dividía en dos bandos irreconciliables, capaces de negarse ayuda, agredirse, ofenderse o retirarse la palabra. El motivo de esa querella –como sucede tantas veces– era la diversidad de creencias.

A la primera camarilla pertenecían los niños simpatizantes de Santa Claus: el gigantón vestido de rojo, mofletudo, corpulento y risueño que surcaba los cielos en un trineo jalado por veloces renos y lleno de juguetes. En el otro grupo, más numeroso, estábamos quienes les escribíamos cartitas a los Santos Reyes. De nuestro buen comportamiento durante el año dependía que Melchor, Gaspar y Baltasar, la noche del 5 de enero nos dejaran en el zapato al menos un regalo que a veces no pasaba de ser una moneda de cobre.

II

Desde principios de diciembre y hasta pasada la primera semana de enero, la rivalidad entre los dos bandos infantiles originaba cierta enemistad entre los adultos. De puerta a puerta, en los lavaderos, en el zaguán, las vecinas –olvidadas de su vieja amistad– a cada rato intercambiaban reclamaciones: A ver si le dices a tu hijo que no sea tan lépero: llamó a mi Sergio tarugo nada más porque le escribe a los Santos Reyes. No te preocupes tanto por mi niño y mejor fíjate en que tu Marcela no ande levantando falsos: se la pasa diciendo que no somos mexicanos porque mis hijos creen en Santa Claus.

Entre las dos camarillas, en los casos extremos, la venganza suprema consistía en arrebatarle la ilusión al contrincante revelándole toda la verdad: Pues para que te lo sepas, los Santos Reyes no traen juguetes. Son los papás quienes compran los regalos. Si no me lo crees, pregúntales a ellos y verás qué te dicen. Oír esa declaración provocaba llantos y equivalía a un hecho tan grave como perder la inocencia –quizá una de las primeras entre las muchas que van perdiéndose a lo largo de la vida.

III

En el juego, más que en ninguna otra actividad, se hacían más evidentes las consecuencias de aquella división absurda entre santaclosistas y santosreyistas. Mientras duraba la confrontación, imposible compartir la cancha, prestarse la pelota, los carritos de madera o las muñecas. También era impensable organizar las habituales competencias de carreras o los concursos de aficionados en los que los participantes competían para ver quién imitaba mejor las voces de las grandes figuras de la radio: actores, cronistas deportivos y, sobre todo, cantantes.

Aquellos días eran de discordia, y sólo porque unos niños se confesaban su devoción por Santa Claus y los otros mantenían su lealtad a los queridos Santos Reyes. Me he portado bien y pasé de año con promedio de ocho. Quiero que por favor me traigan una muñeca como la que tiene mi prima Yolanda, un juego de té y un hermanito para que mis papás ya dejen de llorar por Juan José.

IV

Otro motivo de distanciamiento era el tipo de trabajo que podían conseguir, en algunas temporadas navideñas, los miembros de la comunidad. Recuerdo un año en que a Daniel, recién despedido del Cine Mina, donde fue barrendero, se le presentó la oportunidad de hacer el papel de Baltasar. Al mismo tiempo a Rafael, por güerito, chapeado y de ojos claros, un feriero lo contrató para el personaje de Santa Claus.

Sin pretenderlo, quienes habían sido amigos desde siempre, al verse en dos corrientes distintas se sintieron obligados a retirarse la palabra. Todo iba bien hasta que una tarde los dos coincidieron en el momento de salir de la vecindad rumbo a San Juan de Letrán. Seguidos por santaclosistas y santosreyistas, intercambiaron miradas burlonas como si fueran dos boxeadores que se miden en el ring antes de la contienda. En la tensión del momento empezaron a oírse ovaciones en favor de uno y otro, silbidos y aplausos. Rafa fue el retador y en segundos comenzó la pelea: Santa y Baltasar cayeron al suelo sin gorro ni corona, haciendo gala de un lenguaje que es innecesario repetir.

Pronto corrió entre los vecinos el rumor de lo que sucedía y en cosa de segundos se organizó una pelea campal que terminó cuando Delfina –una beata siempre vestida de blanco– llegó a poner orden y a pedir el respeto debido a momentos de paz y meditación. Temblorosos, jadeantes, polvorientos, Santa Claus y Baltasar abordaron el mismo tranvía rumbo al centro de la ciudad.

V

Como remate de la temporada, llegaba el momento en que los dos patios de la vecindad se convertían en pasarelas por donde desfilaban, tanto santaclosistas como santosreyistas, exhibiendo juguetes y ropa nueva. Frente a los grupos de privilegiados quedaba el de aquellos que no habían recibido regalos por más que su comportamiento hubiera sido inmejorable. Entonces, sus madres, para evitarles el triste papel de espectadores afligidos y envidiosos, les inventaban un malestar ligero que justificara su reclusión en la casa. El encierro terminaba en cuanto Santa Claus y los Santos Reyes emprendían el viaje de regreso –según palabras de la beata– al país de los sueños.

Pasada esa etapa, como por arte de magia y sin que nadie se lo propusiera, el barrio retomaba su pulso habitual. Todo volvía a ser de todos y la fe en un milagro salvador era otra vez la única esperanza.