n realidad, nadie –más allá de Jeremy Corbyn mismo– se llamó a sorprendido por la contundente victoria electoral de Boris Johnson. Tanto la pérdida en el número de curules laboristas en los Comunes como la ganancia en el de las conservadoras no habían llegado en varios decenios a magnitudes como las de la reciente elección. Aunque con menor margen, tal era el resultado esperado por las encuestas y por los corredores de apuestas, por lo general más certeros. Mucho mayor que el previsto, en cambio, fue el rechazo a los laboristas en distritos obreros del norte de Inglaterra, su base de apoyo más solida y constante; partidarios de la salida de la Unión Europea, que, a diferencia de las ciudades del área, no se recuperan aún de las consecuencias del thatcherismo. Las crónicas dadas a la hipérbole hablaron del derrumbe de la Northern red wall. Al celebrarlo en Sedgefield, comunidad minera y distrito laborista desde 1935, alguna vez representado por Tony Blair, Johnson subrayó: los votantes han roto las tradiciones políticas de varias generaciones para sufragar por nosotros: responderemos a su confianza
( The Economist, 20/12/19).
Quizás estos resultados encierren mayores consecuencias para el futuro político del Reino Unido que la enfática afirmativa con la que el electorado respondió a la consigna de Johnson de ¡efectuar el Brexit ahora! Como a la caída laborista no correspondió el ascenso paralelo de otro partido nacional, pues también se debilitó el liberal-demócrata, quizá se ha perdido el talante básicamente bipartidista del arreglo político británico. Los ajustes derivados de la elección de 2019 tomarán lustros en manifestarse. Ya es claro, con todo, que el paisaje político del Reino Unido se alteró en forma radical.
Los ruidos que conducen a algunos a destacar los riesgos existentes para la unidad del reino se escuchan en Escocia y, en menor medida, en Irlanda. La enorme reafirmación de la identidad nacional escocesa, evidente en el notable desempeño del SNP (Partido Nacionalista Escocés), muestra a las claras el deseo de evitar que la voluntad inglesa arrolle a las preferencias y deseos nacionales. El camino para un nuevo referendo independentista dista de estar despejado y, desde luego, tampoco es claro que la secesión sea el resultado probable o incluso deseable. Lo que ahora parece indiscutible es que conservar la unidad pasa por un mayor respeto a las preferencias de los escoceses y una menor arrogancia en las conductas inglesas.
En Irlanda del Norte, los parlamentarios unionistas estarán, por primera vez, en minoría respecto de los nacionalistas. Quedó claro, más allá de los resultados electorales, que los habitantes de las dos unidades políticas de la isla quieren transitar por el mismo camino y que persiste y se fortalece la voluntad de unidad nacional.
El suspiro de alivio universal que trajo un resultado electoral interpretado como el punto final al complicado –a veces incomprensible– y desgastante proceso del Brexit puede haber sido un tanto prematuro. En los Comunes se aprobó que el Brexit se haga efectivo el próximo 31 de enero y, 11 meses después, el 31 de diciembre de 2020, se consume el rompimiento. No todo mundo en la Unión Europea está convencido de que, con estos plazos, haya tiempo suficiente para edificar la estructura institucional y operativa de las relaciones bilaterales UE-RU, en sus múltiples y complejas esferas. Ni siquiera se confía en que resulte bastante para arreglar el capítulo del intercambio de mercancías y servicios. La amenaza de una salida precipitada, sin acuerdos bien definidos, sigue presente. Algunos en Bruselas como muchos en Londres parecen pensar que el costo mayor tendrá que ser pagado por la otra parte
, sin resultar evidente que terminará por imponerse la conveniencia del acuerdo. La transición al nuevo modus operandi europeo-británico tomará el tiempo necesario, más allá de las preferencias políticas de cada parte. Aunque pueda ser mayor para alguna de ellas, el costo –en términos de pérdidas de comercio, crecimiento económico e impacto social– de una transición apresurada, que puede ser monumental, terminará siendo pagada por ambas y por el conjunto de la economía y el comercio mundiales.
Concluyo con palabras de Timothy Garton Ash, quien al día siguiente de la elección publicó en The Guardian el mejor análisis que he leído sobre la misma. Uso la traducción que días después apareció en El País: “la consecuencia más probable del Brexit es que, además de que el Reino Unido sea más débil, más pobre y menos influyente, deje de existir en la práctica como Estado único. La batalla para que Gran Bretaña permanezca en la UE está perdida; la batalla por una Inglaterra europea acaba de empezar por una Inglaterra abierta, tolerante, internacionalista, cívica y civil, atenta a los fundamentos sociales de la libertad individual y no sólo a su pura expresión económica”. Una batalla indispensable de librar.