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Retornos del fascismo
L

os nuevos brotes de fascismo digamos clásico, de matriz occidental y en principio cristiana, nos recuerdan que esa infame construcción ideológica del siglo XX no murió bajo los escombros del búnker hitleriano en 1945. Había florecido con pasmosa fluidez por toda Europa. Pocos países dejaron de tener gobiernos colaboracionistas y pronazis, con las salvedades extremas de Gran Bretaña y la Unión Soviética. Tras su fracaso, se engendró en toda Europa, para resucitar sin empacho durante la década de 1990 entre los nuevos nostálgicos del Tercer Reich, la Gran Serbia y el franquismo. Los países del ex bloque soviético, Alemania incluida, resultaron fértiles para el neofascismo y las ideologías conservadoras y excluyentes. Ya presenciamos las últimas guerras civiles balcánicas y hoy vemos purificaciones antimigrantes en Hungría y Polonia, sin obviar las recurrentes recaídas en estas posturas por la vía electoral en Austria, los Países Bajos, España, Francia o Italia.

Hay un fascismo latinoamericano que logró penetrar culturalmente el sur. Alarmados, lo vemos en Bolivia estos días, donde asoma montado en el racismo no superado de una sociedad colonizada, presuntamente no indígena y blanca, reposicionada al calor del golpe de Estado de 2019. El monstruo acechaba en Santa Cruz y Beni y ahora también lo reivindican inconscientemente los ricos, los mestizos y las clases medias en La Paz y Cochabamba.

Algo más que una curiosidad maniática, la fantasmagoría nazi que recorre algunos relatos de escenario chileno de Roberto Bolaño son tan sólo registro ingenioso de una bestia latente en Argentina, Brasil, Bolivia y Chile. Entre mito y realidad, estos países fueron receptores de la dispersión nazi. El caso Eichmann confirmaría la complicidad sudamericana, ampliamente conocida y que se manifestó con soltura en los periodos de dictadura militar.

En otro renglón, quizás el más peligroso, tenemos el protofascismo blanco estadunidense, con su tradición y hasta su aristocracia; la estirpe pronazi de los Bush heredó parte del oro de los nacionalsocialistas, que como banqueros resguardaron y luego confiscaron. La nación del genocidio indio y el repulsivo Ku Klux Klan acogió, por razones no sólo militares, a la élite científica y técnica del Tercer Reich; allí se generó un fascismo cowboy enamorado de la bomba atómica (Doctor Strangelove), del oro y lo dorado, que en 2017 encumbraría en la presidencia a un magnate de origen ario y modales brutales que constituye una verdadera desgracia democrática. Describirlo como fascista puede resultar inexacto, pero no se yerra del todo. Basta ver lo cómodo que se siente el actual titular de la más paranoica Casa Blanca de la historia ante las expresiones de fundamentalismo blanco, nacionalismo rascuache y mal disimuladas conductas violentas contra la gente de colores.

Y aunque nada ofende más a la opinión pública judía y proisraelí que mencionar a Israel al hablar de fascismo, las agresivas expresiones ultranacionalistas de los colonos que avanzan sobre Palestina con respaldo del ejército y los partidos políticos en el poder no difieren demasiado en sustrato, lenguaje y prácticas del fascismo clásico occidental que alguna vez los tuvo como sus víctimas favoritas. Nadie dijo que el fascismo no podía ser judío; el antisemitismo se transfiere a otros otros, de manera similar a la de Europa y América hoy: el negro, el indígena, el árabe. El ultranacionalismo israelí invoca al mismo dios de los europeos, los estadunidenses, el feroz Bolsonaro y hasta de la patética presidenta interina de Bolivia.

En una célebre conferencia de 1995, Umberto Eco apuntaba los 14 síntomas del que llamó Ur-fascismo, o fascismo esencial: Enaltecimiento de la tradición y rechazo al modernismo. Irracional culto de la acción por la acción. Su sincretismo no tolera el pensamiento crítico. Crece y busca consenso explotando y exacerbando el miedo a la diferencia. Surge de la frustración individual o social. Respira por el resentimiento. Sólo admite un privilegio, el más vulgar de todos, haber nacido en el mismo país. Pacifismo le significa colusión con el enemigo. Desprecia a los débiles e inferiores. Su ideal de heroísmo se vincula con el culto a la muerte. Es machista. No reconoce los derechos del individuo, el pueblo se concibe como entidad monolítica. Cultiva un léxico pobre y una sintaxis elemental (https://ctxt.es/es/20190116/Politica/23898/Umberto-Eco-documento-CTXT-fascismo-nazismo-extrema-derecha.htm). En fin, exactamente todo lo que estamos viendo crecer en el siglo XXI.