Temporada grande
En la quinta corrida dos hidrocálidos encastados dan un repaso a dos toros displicentes importados
Lunes 2 de diciembre de 2019, p. a43
Aunque el posmoderno sistema taurino pretende olvidarlo, la castaen bestias y en hombres constituye la verdadera aristocracia de la tauromaquia, no la bondad ni la docilidad, sino la conservación de la casta, de un linaje tan evidente como evitado, de una pureza de sangre que suele traducirse en bravura exigente, en comprometedor encuentro sacrificial de bestias y diestros. Por eso los toreros no quieren la casta y los públicos ya no saben exigirla ni valorarla.
Para la quinta corrida, en otra desalmada combinación de cuatro toreros, se anunciaron seis toros de la encastada ganadería de Reyes Huerta y dos más de la encastada dehesa de Jaral de Peñas para Enrique Ponce (48 años de edad, 29 de alternativa y sólo
32 corridas el año en curso por el percance sufrido en Valencia), Fabián Barba (40 años, 16 de matador y seis tardes este año), Joselito Adame (30 años, 12 de doctorado y 23 festejos en lo que va de 2019) y Pablo Aguado, de Sevilla, que confirmó la alternativa (28, dos años de matador y 44 tardes esta temporada), que convocaron a poco más de media entrada.
Se ha perdido tanto tiempo haciendo las cosas al gusto de algunos que, cuando se quiere corregir el camino, los que figuran ya se han malacostumbrado a la embestida de la ilusión y poco quieren hacer, mientras las cuadrillas se topan con una realidad casi olvidada.
Por eso en la corrida de ayer hubo tres tumbos y banderilleros en apuros, dos displicentes diestros españoles a los que molestó el viento y dos esforzados hidrocálidos que hicieron caso omiso de las constantes ráfagas a la hora de entregarse, por respeto a sí mismos, al toro y al público.
El triunfador del festejo
Resultó tan anodina y especuladora la comparecencia de Ponce y Aguado, que es mejor empezar por el triunfador del festejo, Joselito Adame, quien en su segunda tarde en este serial tuvo la fortuna de toparse con los mejores toros enviados por ambas ganaderías, premiados con arrastre lento: su primero, Canónico, de Jaral de Peñas, burraco de pelaje, y su segundo, Arrebato, de Reyes Huerta, negro. Ambos tuvieron emotividad y calidad en su embestida, sustituyendo con su tauridad la discreta personalidad de José, que logró sobreponerse al viento y estructurar dos faenas de las suyas; es decir, esforzadas, pundonorosas y con altibajos en el ritmo de las mismas, a veces dominando y templando, y otras sin someter del todo las embestidas.
Obtuvo una oreja de su primero, no obstante un espadazo bajo y trasero, y las dos de su segundo, cuando un público eufórico quiso castigar a los caraduras importados, no obstante la defectuosa colocación del estoque.
A Fabián Barba no le importó el viento ni las exigentes embestidas de sus toros ni la fama de sus alternantes, sino que, como es su costumbre, salió hecho un corazón de luces, como si en lugar de seis mezquinas tardes trajera 30 o 40 corridas, que una cosa es el alma y otra la fama. Si no falla con la espada habría cortado por lo menos una oreja a cada toro, pero el sistema no tiene brújula para apoyar con planeación y oportunidad. ¡Qué pedazo de torero es Barba!
El consentido Ponce, con todo y su descomunal capote, el de la poncemanía de antaño, el de las cobas y las entrevistas zalameras de siempre, vino pero no quiso estar, mostrandose apesadumbrado como el aire le flameaba su inspirada muleta.
Y al esperado Pablo Aguado, seguramente sus paisanos toreros le dijeron que por acá seguimos siendo tierra de conquista y cuando esperaba el toro de la ilusión se topó con el peor lote, por lo que hizo como que hacía sin que a la postre pudiera ni quisiera hacer nada.