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Mar de historias

Cambio de mando

E

n medio del estruendo de los motores apenas se escucha el timbre del teléfono. Luzma, una joven con la mitad de la cabeza rapada, se apresura a contestar. Antes de que descuelgue la bocina escucha la advertencia de su jefa:

–Acuérdate, niña: al patrón no le gusta que lo usemos para cuestiones personales.

–Me lo has dicho mil veces: Si no se trata de un proveedor o un pedido, cuelgas. (La imitación provoca las risas de sus compañeras. Enseguida, satisfecha, Luzma adopta un tono profesional.) –Chamarras Conde, ¿en qué puedo servirle? ¿Con Daniela? Aquí está prohibido... No es cosa mía. Oiga, no es cosa mía. Veré si hay chance. (Cubre la bocina con la mano.) –Es para Daniela. Parece algo urgente. ¿Se la paso?

–Sin esperar la respuesta de su jefa, Daniela abandona su área de trabajo y le arrebata el auricular a su compañera.

–¿Claudio? ¿Le pasa algo a Kevin? ¿A qué horas fue?... ¿Mucho o poquito? ¿Ya viste si tiene fiebre? ... Gracias a Dios. Cálmate, por favor: es natural que los niños vomiten. Hazle un tecito de manzanilla pero no le des nada de comer, aunque te lo pida.

II

–¿Algún problema? –le pregunta Rosario, su amiga y compañera de mesa en el taller de costura.

–Kevin vomitó y a Claudio le pareció algo terrible. Como no estaba acostumbrado a cuidar a su hijo, pues no sabe...

–¿Tu marido está enfermo?

–Ay, Chayito, ¿por qué me lo preguntas?

–Me parece raro que esté en la casa. ¿No me digas que otra vez le cambiaron el horario en la cerería?

–Es que ya no trabaja allí.

–No me lo habías dicho. ¿Desde cuándo?

–Hace un mes, cuando te mandaron de suplente al taller de Naucalpan.

–Por parte de la cerería ¿le dieron alguna indemnización a tu esposo?

–No. Como él renunció nada más le entregaron lo de su semana.

Al pasar junto a Daniela y Rosario la jefe de sección las interrumpe para recordarles que tienen quince minutos de descanso.

III

El taller está vacío y no se escucha el rumor de las máquinas. Daniela permanece en su sitio. Rosario, junto a la parrilla eléctrica, sirve dos tazas de café.

–¿Qué prisa tenía Claudio para renunciar? Mejor se hubiera esperado, por lo del aguinaldo.

–Hace un año no le dieron, y no creo que fueran a dárselo ahora.

–¿Quién se lo dijo?

–Nadie, pero él lo notó. Mira, la cosa estuvo así. Una noche estábamos platicando y nos dimos cuenta de que a Claudio le salía más caro ir a trabajar que estarse en la casa.

–Si no es indiscreción, ¿cuánto ganaba al mes?

–Diez mil.

–Oye, no estaba tan mal.

–No, si no hubiera sido porque casi todo su sueldo se le iba en pasajes. ¿Sabes cuánto gastaba en transportes de aquí al estado? 425 pesos diarios. Al final venían quedándole libres mil quinientos pesos. Las noches que salía tarde se iba en taxi a la casa: otros 400 pesos. Se lo dijo a su jefe cuando fue a pedirle aumento de sueldo. Chávez le contestó que las ventas estaban muy bajas y le era imposible concedérselo. Así que: adiós... Oye, luego te sigo contando porque ahí viene la jefa.

IV

Daniela y Rosario caminan por la calle estrecha que conduce a la avenida. Van despacio, conversan.

–¿Y cómo reaccionó Claudio al tener que salirse del trabajo?

–Mal; ni modo que no. Imagínate que llevaba en la perfiladora casi dos años. Estaba contento, aprendió mucho y, sobre todo, tenía buenos amigos. Los domingos organizaban partidos de futbol. Siguió en la liga, pero ya no fue igual y la dejó.

–Y sin el sueldo de Claudio, ¿cómo le van a hacer?

–Ya echamos cuentas. Reduciendo algunos gastos, con mi sueldo podemos librarla. Ahorita estoy sacando quince mil, no es mucho, pero tengo la ventaja de que no gasto en pasajes. Mi casa está cerca del taller. Voy y vengo a pie. Aparte, ya no tendré que pagarle a la muchacha.

–Y ¿quién va a ayudarte con tu hijo y con la casa mientras estás en el trabajo?

–Claudio. Lo hablamos, no creas que no, y me dijo que contara con él para el quehacer, la cocina, las compras y lo que haga falta. (Su expresión se agrava.) La única que puso el grito en el cielo fue mi suegra. Dijo que le parecía muy mal que mientras yo andaba en la calle, Claudio, que estuvo a punto de recibirse de ingeniero, se pasara el día barriendo y haciéndole de pilmama.

–Oye, ¡qué señora!

–Lo bueno es que Claudio se portó bien lindo: le explicó a su madre por qué habíamos decidido el cambio de papeles y ella lo entendió; pero eso sí, no se ofreció a echarnos la mano. Es lógico: ya está grande y además, como atiende su negocito de dulces, pues se cansa.

–¿No se te hizo raro ver a tu esposo convertido en ama de casa?

–No, pero al principio me sentía culpable de que mi esposo se quedara en la casa mientras yo me iba a trabajar, y luego, de que al volver él me atendiera y no al revés, como antes. Ya me acostumbré, pero la situación puede cambiar. A lo mejor un día Claudio encuentra una chamba por aquí cerca sin que tenga que gastarse todo su sueldo en pasajes. Aunque la verdad, si eso llega a ocurrir, voy a extrañar los guisos de Claudio: cocina mil veces mejor que yo.