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El amor de un pionero
E

n los años 80 del siglo pasado el ahora llamado Centro Histórico era simplemente el Centro. En esos años acumulaba los efectos de una serie de factores que le habían causado un severo deterioro, entre otros el crecimiento de la ciudad hacia la periferia, que llevó al abandono de mansiones que se convirtieron en vecindades, el decreto de congelamiento de rentas que se emitió por la Segunda Guerra Mundial –supuestamente de emergencia y temporal– y que en México permaneció vigente 50 años, el traslado de la Universidad Nacional Autónoma de México a Ciudad Universitaria y la invasión del comercio ambulante.

La puntilla fueron los sismos de 1985 que destruyeron muchos inmuebles y que llevó a sus propietarios a vender sus casas a cualquier precio, temerosos de que el Centro nunca se recuperaría.

Fue en esos años cuando Salvador Castillo Torres, un comerciante de abarrotes que tenía su negocio en La Merced, inició el rescate de casas. Siempre fiel al rumbo donde nació en el negocio de sus padres, cuando los grandes comerciantes se fueron a la Central de Abasto, trasladó a ese lugar parte del negocio, pero él permaneció en la bella casona del siglo XVII que albergaba el negocio familiar.

Aquí convivía el aroma de las coloridas especias que importaba del lejano oriente con la belleza de antigüedades y piezas exquisitas de arte popular que decoraban el establecimiento.

En esas épocas aciagas comenzó a adquirir y restaurar casas, la primera en la esquina de Isabel la Católica y San Jerónimo. Convertida en vecindad nació en el siglo XVI como torreón de vigilancia de la acequia de Roldán que llegaba hasta La Merced.

A lo largo de los siglos le añadieron construcciones, lo cual dio como resultado una hermosa casona con un original patio en forma irregular. Debajo del comedor sobreviven los vestigios del antiguo canal por el que se le conoce como Casa de la Acequia.

Tras la notable restauración, Castillo la dedicó de forma altruista a fines culturales. Durante muchos años fue la sede del Ateneo Español, que crearon los refugiados que buscaron asilo en México tras la derrota de la República por el franquismo.

Siguió con la restauración de muchas de las casas donde estaba su negocio en la calle Mesones, entre Cruces y Jesús María, sembró árboles, arregló banquetas y transformó la fisonomía urbana.

A fines de la década de los 80 el gobierno comenzó a poner atención a esa zona de la ciudad con la creación del Consejo del Centro Histórico. En los años 90 empezaron los primeros programas de rescate integral de este sitio fundamental. Aquí se guarda nuestra memoria histórica y un tesoro arquitectónico que le mereció en 1987 una de las primeras declaratorias que emitió la Unesco como Patrimonio de la Humanidad.

Sin duda Salvador Castillo, quien falleció hace unos días, fue pionero en esa labor de amorosa recuperación. Hombre de muchos talentos, cultivó el gusto por el arte, la música, la historia y la poesía. Apoyó a artistas y salvó del olvido a personajes como José Gómez Rosas, conocido como El Hotentote.

Oriundo de La Merced, Gómez Rosas fue maestro en la Academia de San Carlos, en donde cada año decoraba los muros para los famosos bailes de máscaras con grandes murales en papel. En ellos aparecían los personajes de la época conviviendo en las calles y vecindades.

También diseñaba los trajes de fantasía y se cuenta que de las máscaras que le elaboraban los Linares, la familia de juderos que vive en el barrio adjunto, surgieron los alebrijes.

Castillo buscó y adquirió la obras y las dio en resguardo a la Academia de San Carlos, la que esperamos que pronto organice una exposición.

Se impone ir a comer a las primorosas casitas gemelas que restauró en Mesones 171, sede de Al Andalus, el exquisito restaurante libanés que ofrece lo mejor de esa gastronomía. Aquí brindemos con un arak por el amor de Salvador Castillo por el Centro Histórico que a tantos nos inspiró.