enemos el menor salario de la región y también una carga tributaria limitada. Por ello no es de extrañar que México tenga una economía política débil y una sociedad pobre y vulnerable, no obstante el tamaño de nuestra economía y el de su población, del poderío exportador y su habilidad para modular sus añejos y renovados conflictos. Además, nuestra democracia representativa no es capaz de deliberar sobre los problemas fundamentales que la aquejan.
Ante esta realidad, las calificaciones extremas sobre nuestra situación y perspectivas no resultan infundadas; algunas son intencionadas y buscan caminos fast track para resolver la cuestión política planteada por López Obrador y sus coaliciones, pero más que abrir brechas para el despliegue de un código democrático productivo, juegan al desplome del régimen y del gobierno. Camino errado si en verdad se busca salir del laberinto; vía rápida para destruir lo poco que hemos podido construir en materia de libertades políticas y ejercicio de derechos fundamentales.
Apegarse al código democrático, sin renunciar a su examen crítico, implica asumir sus reglas primordiales: los gobiernos duran seis años y se constituyen a partir de la participación libre de los ciudadanos en partidos y urnas. El ejercicio del poder, además, tiene que darse de conformidad con lo que mandan la Constitución y sus leyes, con respeto pleno y efectivo de la división de poderes y en consonancia con los compromisos internacionales adoptados como Estado. Esto y más, supone para quienes gobiernan el Estado, un respeto explícito a los organismos, agencias, secretarías, etcétera, instituciones creadas para hacer posible el ejercicio del gobierno que es de las cosas y las personas. No quiere decir que se acepten, como inmutables, las reglas y formas de gobierno adoptadas en un momento determinado; por el contrario, una de las tareas máximas de los esta-dos modernos es la de tejer reformas en sus propias estructuras y, desde luego,en las que articulan y definen la economía y el conjunto de las relaciones sociales.
Es de esta manera como las sociedades logran su propia coordinación, de la que emanan las jerarquías legítimas, la división del trabajo y la distribución económica y social. De la coordinación social se pasa a la coordinación política y las comunidades reconocen y se reconocen en el Estado. Algunas reglas primordiales tienen que ver con la conformación y transmisión del poder constituido. En nuestro caso, ambos procesos se llevan a cabo de acuerdo con un conjunto de leyes y reglamentos y, suponemos, inmersos en contextos institucionales que recogen usos y convenciones. Por ello, el respeto no únicamente a las leyes, sino también entre nosotros es crucial; pluralidad y diversidad no deben ser pretexto para eliminar del tejido democrático la práctica deliberativa, cuya producti-vidad no depende de la multiplicación al infinito de las opiniones, sino de la calidad de los discursos y proyectos surgidos del intercambio.
La democracia supone el ejercicio de la libertad, pero no la subordinación del orden democráticamente erigido a una libertad cuyos límites cada quien defina. Gobernantes y gobernados tenemos que acatar mandatos si, en efecto, queremos vivir en una sociedad democrática. Por ello los embates contra el Instituto Nacional Electoral, desatados por morenistas de todo calibre, no son sino expresiones groseras e improductivas “(…) otro de nuestros derechos a no tener deberes” (Aurelio Arteta, Tantos tópicos tristes, México, Paidós, 2019, p. 185).
Lindan con el abuso del poder, sin respeto alguno del código que se supone nos rige. Algo anda mal por nuestra Dinamarca tropical.