Domingo 1º de diciembre de 2019, p. a12
Es el disco de mi vida
, reconoce Joaquín Sabina en este libro sobre 19 días y 500 noches, obra capital en la historia de la música española que Juan Puchades disecciona en Sabina fin de siglo, con la colaboración inestimable de los recuerdos del propio cantautor, del productor Alejo Stivel y de otros de los principales implicados en su creación. La Jornada ofrece a sus lectores un fragmento del libro incluido en la colección Elepé, con permiso de la editorial Efe Eme
1. Entre amigos y enemigos
A Joaquín se le caían las letras de los bolsillos. Las canciones se nos caían de los bolsillos, de tantas que había en esa época. Funcionábamos con un afán compositivo tremendo, y con exuberancia de temáticas, de letras, de músicas, de todo. Era una época maravillosa
. De modo tan gráfico suele definir Pancho Varona cómo era la década de los noventa para Joaquín Sabina. En permanente estado creativo y dando forma a un repertorio sin igual, apoyado en lo musical por el mismo Varona, por Antonio García de Diego o por colaboradores ocasionales.
La racha venía de lejos, desde mediados de los años 80, cuando halló un oficio inexperto–siempre insiste en que lo de la música no estaba en sus planes iniciales–, y asumió que con él podía dar salida a sus inquietudes poéticas y, ya puestos, parárselo bien. En aquel tiempo, como comenta Varona, ni siquiera esperábamos escribir canciones que tuviesen la mínima trascendencia. Es decir, no pensábamos que se iba a liar la que se lió después con la figura de Joaquín, nosotros éramos unos chicos de barrio a los que nos gustaba mucho subirnos a un escenario y hacer música, pero sin más pretensiones. Bueno, con la pretensión de componer canciones para grabar un disco y que ese disco nos permitiera hacer una gira. Eso era todo, y gracias. Con eso nos dábamos por satisfechísimos
. Luego, tras las apariciones en Esta noche y Si yo fuera presidente los espacios televisivos de Fernando García Tola entre los años 1981 y 1984 y el imprevisto éxito minoritario y lento, para connoisseurs del elepé Las Mandrágora (1981), junto a Javier Krahe y Alberto Pérez, las buenas ventas de Juez y parte (1985) y el impulso increíble del doble álbum en vivo de 1986 –Sabina y Viceversa en directo, Joaquín Sabina comenzó a ser una figura popular, con su nombre en boca de todos y, lo más importante: sus canciones eran apreciadas tanto por un público siempre creciente que se identificaba con ellas, como por sus compañeros, que no dudaban en solicitarle letras. Dando lugar a situaciones tan chocantes como que si la Orquesta Mondragón había sido referente esencial para moldear sus primeras aproximaciones al rock, luego fue Javier Gurruchaga quien le pediría composiciones. Sabina aprendió por entonces que la única manera de encontrar la gran canción que anhelaba era trabajando, forzando a las musas, no esperando que llegaran. Corrigiendo sin descanso. Con horarios poco convencionales, pero echándole horas.
Así encaró la última década del siglo XX, espoleado por el éxito popular e instalado en un piso en los alrededores de la plazo de Tirso de Molina, a las puertas del barrio madrileño de Lavapiés. Donde compone y acude a casa de su vecino Pancho –soltero por entonces, mientras que Joaquín había sido padre por vez primera en enero de 1990–, que vive en el número uno de la cercana calle de San Bruno, para pasarle letras, trabajar en las músicas o rematar canciones. A veces los dos solos, en otras ocasiones con el recién incorporado al equipo creativo Antonio García de Diego, que cada día irá adquiriendo un papel mayor y formará parte del núcleo duro en el que se apoya. Sus músicos de confianza. En ocasiones, de guardia.
Tras un disco algo irregular, Mentiras piadosas (1990), enlaza tres incuestionables: la segunda obra maestra de su carrera (la primera fue, no lo duden, Juez y parte), Física y química, publicado en el año olímpico de 1992, y dos que se ven algo aquejados por los excesos, Esta boca es mía (1994) y Yo, mí, me, contigo (1996). Excesos impuestos por el malsano efecto cedé
, que asegura que hay que aumentar la duración de los discos apurando el minutaje que permite el nuevo invento sonoro y, por tanto, obliga a no quedarse en las clásicas 10 canciones. Lo que provoca superabundancia de información y la inclusión de piezas que, en muchas ocasiones, habrían quedado relegadas a caras B de singles, álbumes de rarezas, o a la espera de madurar y así poder brillar debidamente. No le sucedió únicamente a él, fue un mal común a artistas de toda condición y en todo el orbe.
Se sumó un periodo bastante acelerado en lo personal, con nueva pareja desde 1992, la modelo Cristina Zubillaga, y con éxito frecuente ya no solo en España, sino en América, particularmente en México y Argentina, donde se le empezaba a adorar. Y, aunque no perdió la perspectiva y mantuvo los pies en el suelo tratando de permanecer ajeno a la popularidad que lo rodeaba y que desde el principio le molestó, hay declaraciones en prensa que lo confirman, si disparaba más de lo habitual, sumando su afición a las noches, los bares y la cocaína. Son años en los que, posteriormente, él mismo afirmará que estuvo contribuyendo a perfilar su propia caricatura, la del personaje excesivo, franco y algo bocazas que cuando tenía a un periodista delante se metía en todos los charcos, a veces con tendencia a la astracanada. Un personaje que se contradecía con el lector compulsivo que siempre fue y que gustaba de refugiarse en los libros, y por supuesto con ese cuidadoso letrista en que se había transformado. Un dos en uno. Uno era personaje y artista, el otro persona y creador. Más tarde, para diferenciarlos, el señor que subía a los escenarios comenzaría a usar bombín.
Al final, Esta boca es mía y Yo, mí, me contigo se resienten de cierta dispersión, de apuntar en muchas direcciones. Muestran a un autor todo terreno, casi insaciable, sin contención. Consecuencia también de sumar veintiséis canciones entre ambos. Cada una, como es norma en su repertorio, hija de la intuición y la curiosidad musical, oteando estilos divergentes, lo que no se lo ponía nada fácil a quien se tenía que hacer cargo de arreglos y producción. Aunque esos dos discos, junto a Física y química, y trazando un periodo compositor formidable de cuatro años, dejan canciones como Y nos dieron las diez, Conductores suicidas, A la orilla de la chimenea, La del pirata cojo, La canción de las noches perdidas, Peor para el sol, Pastillas para no soñar, Por el bulevar de los sueños rotos, Ruido, Mujeres fatal, Más de cien mentiras, El rocanrol de los idiotas, Contigo, Jugar por jugar, Aves de paso, Y sin embargo, Tan joven y tan viejo. Un muestrario impecable de composiciones mayores que recorren la música popular combinando géneros, del rock a la ranchera, con incursiones incluso en el rap con ayuda de Manu Chao (No sopor.. no sopor). Parece que en ese momento no hay nada con lo que no se atreva. Lejos queda el cantautor que casi con timidez fue buscando su sitio en los primeros años.
Son discos cuyas producciones corren a cargo de Pancho Varona y Antonio García de Diego, que desde 1988, entonces junto a Sabina y en el elepé El hombre del traje gris, ejercen de productores, aprendiendo el oficio sobre la marcha. Sumando en 1996 un total de cinco discos dirigidos por ellos a lo largo de ocho años. Algo poco habitual, pues lo común es variar de productor con relativa frecuencia, como sistema para refrescar ideas y airear el sonido. Y algo menos usual todavía: Pancho y Antonio no sólo producen, sino que componen y ejercen de instrumentistas, además de directores musicales en directo. Son, por tanto, y parafraseando un título sabiniano, juez y parte. Un caso bastante inédito en la música popular, que sirve para que, en la actualidad, Joaquín proclame con orgullo que él tiene una banda que lo ha sido mucho más que algunos grupos que así se definen.