Dibujar
e dibuja en silencio, un silencio que ve. Un silencio que ve pero, también, oye, escucha, atiende. La mano sigue lo que el silencio oye, es una danza, y la danza, quiérase que no, es tacto, tacto tocado, por lo que se oye, por lo que se ve.
El que dibuja toca el tiempo, y el tiempo le hace un espacio al que dibuja. El que dibuja va como descifrando ese espacio, como esperando tocar alguna tan probable como improbable vez la universalidad del espacio que toca, que descifra; la eternidad del tiempo que tal espacio tuvo a bien abrirle, y ambas cosas a un tiempo en el desciframiento mismo.
Ese desciframiento es escritura, como desciframiento y escritura es la voz del que canta. Escribe el que dibuja signos, símbolos, cuya indescifrabilidad en ocasiones sonríe como diciendo: Hasta aquí llegaste, pero llegaste, ¿te das cuenta? ¿Cuenta te has dado de que descifrar es llegar a, hasta (alcanzar) lo indescifrable, tocarlo? ¿Y tocarlo de modo que te toque –sensiblemente?
Aparentemente distantes, lejanos, el sentido común y el sexto sentido (algo de alguna manera anotado por Leonardo Da Vinci) no son sino uno: raíz, nacimiento, origen de los cinco atentamente puestos a sentir el sentido del vivir, de la vida, del habitar la vida.
La mano que dibuja, de quien dibuja, halla el sentido, si lo halla, gracias a esos dos sentidos que engañosamente parecen actuar en sentido contrario y que, más que complementarios entre sí, resultan ser el mismo, el origen de todos y, por ende, del sentir. Es desde tal origen que la mano del que dibuja pónese a danzar el dibujo que dibuja, a escucharlo en su desciframiento y asimismo en su indescifrabilidad.
En el silencio escucha el que dibuja que todas las palabras son silencio dibujado. En el silencio escucha el que dibuja que las líneas lo nombran, le llaman, lo guían, y que la mano ve lo que todavía no ha visto. ¿Lo prevé, lo visiona, sin recordarlo lo recuerda?
No nos animaremos a ir tan lejos: lo nota, lo anota, nada más, y así responde, respóndese, silente.