n los últimos tiempos se ha hecho un lugar común en distintos círculos de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM) −incluidas diversas autoridades académicas y administrativas−, calificar al Posgrado en Derechos Humanos como un espacio problemático y conflictivo. En realidad, desde 2014 a la fecha, las y los profesores del posgrado hemos sido estigmatizados, criminalizados y judicializados como parte de un proceso de construcción social del otro, a partir de prejuicios, estereotipos y acusaciones sin fundamentos −no exentas de intencionalidades políticas de grupos de poder al interior y al exterior de la institución−, con el objetivo de ser exhibidas/os como un peligro
para la comunidad uacemita, en virtud de lo cual, ese espacio académico y de formación de ciudadanía crítica y emancipatoria debe ser intervenido y/o sometido a sanciones disciplinarias, como parte de un patrón convencional autoritario que ha venido rigiendo al interior de la UACM a últimas fechas.
La caricatura o el intento de querer etiquetar al cuerpo docente y administrativo del posgrado en Derechos Humanos –compuesto por dos profesoras, cuatro profesores y una trabajadora administrativa− como un espacio patriarcal
, misógino
, discriminatorio
y violento
, choca con una larga práctica de las y los integrantes de ese colectivo, en la defensa y promoción de los derechos humanos de mujeres y hombres en México y el mundo.
A manera de ejemplo, desde el surgimiento del posgrado en 2005/2006 y sólo en referencia a las mujeres, cabe citar la escucha, el apoyo, el acompañamiento y la solidaridad de integrantes de ese cuerpo docente con las doñas
del comité Eureka; las víctimas sobrevivientes de la matanza de Acteal; la periodista Lydia Cacho; las mujeres sometidas a una triple tortura física, sicológica y sexual, criminalizadas y revictimizadas a raíz de los hechos de Atenco en 2006; a Lucía Moret, sobreviviente del bombardeo en Sucumbíos ecuatoriano y eventual testigo de cargo contra el ex presidente del narcoparamilitarismo colombiano, Álvaro Uribe; a las víctimas del terrorismo de Estado colombiano en San Onofre, Sucre, y en los campamentos de refugiados/as internos desplazados/as por el Ejército y los paramilitares en Turbo y el Cacarica Medio, así como de la Comuna 13 de Medellín; a las integrantes de la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca y las maestras de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación en Guerrero, Oaxaca y Michoacán, en el contexto de la contrarreforma educativa de Peña Nieto; a las comuneras en resistencia de Cherán K’eri en la meseta purépecha; a las madres de los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa, Guerrero; a las mujeres en resistencia y construcción de autonomía en el sur-sureste de México, y un largo etcétera.
Al margen de la filosofía del mercado total y el neosocialdarwinismo neoliberal; a contracorriente de la visión eficientista de la educación −la más de las veces domesticadora (Freire), deshumanizada, alienante y tecnocrática− que produce personas bien adiestradas y adoctrinada para hacer lo que el sistema dice qué hay que hacer, sin originalidad, sin iniciativa y sin chistar, pero también en una perspectiva histórica más allá de la dictadura de los papeles
(grados académicos, títulos profesionales y diplomas), de procesos meritocráticos y clasistas y de la búsqueda de certificados burocráticos de productividad, calidad, evaluación y eficiencia, dichas actividades del posgrado −con base en el método de investigación acción participativa y otras metodologías de enseñanza-aprendizaje de corte multidisciplinario e interdisciplinario, acompañadas en muchos casos de estudios de investigación cristalizados en libros, conferencias magistrales, asesorías, tutorías y dialógica con las/los estudiantes en las aulas−, ha estado centrada en formar personas comprometidas con la verdad, para que puedan contribuir en la práctica a solucionar problemas en la perspectiva de Publio Terencio, a quien nada de lo humano le era ajeno. Pero también, sin ser el principal objetivo, la maestría en DDHH es hoy uno de los programas académicos más consolidados de la UACM, que ha contribuido institucionalmente aportando el mayor número de titulados de posgrado en el área de ciencias sociales.
No obstante todo lo anterior, las y los profesores del posgrado en DDHH hemos sido sometidos a un proceso acrítico de demonización, con eje en una lógica binaria (bueno/malo, nosotros y los otros), lo que ha derivado en la construcción de ese cuerpo docente en un enemigo imaginario y peligroso, que debe eliminarse, castigarse o disgregarse para acabar con la amenaza.
El proceso de construcción social del otro (grupo a excluir o segregar) fue abordado por la Escuela de Frankfurt con eje en el prejuicio (juicio previo a la experiencia, es decir, una valoración infundada) sobre determinados grupos, y es conformado alrededor del estereotipo, término que refiere la atribución de características rígidas, preconcebidas, homogéneas e irreales. Esas dos categorías eran parte de un patrón autoritario analizado por Horkheimer, donde el individuo, al ser etiquetado, es degradado.
En relación con el posgrado, la fabricación del cuerpo docente como un peligro
a eliminar o segregar mediante la aplicación de una suerte de derecho penal del enemigo, a partir de un puñado de consejeros y autoridades académicas y administrativas apegadas de manera acrítica a las normas y los valores morales, y/o de sumisión a los superiores
y dominación sobre los otros (visión de un orden establecido basado en jerarquías) con base en la identificación con una verdad inapelable (falta de autocrítica y para colmo basada en falsedades), resulta inadmisible en una universidad que fue diseñada para cumplir con tres principios básicos: autonomía, educación y libertad.