La dulce vida
seis décadas de la realización de La dulce vida (La dolce vita, 1960), la cinta más emblemática de Federico Fellini, su versión remasterizada permite disfrutar ahora en todo su esplendor la exuberancia estética de su realización –ruptura con el neorrealismo italiano, inmersión en el nihilismo hedonista de sus protagonistas burgueses– y valorar al mismo tiempo lo que hoy pudiera aún representar el mundo decadente por el que transita, entre fascinado y aturdido, el periodista de frivolidades Marcello (Marcello Mastroianni). Al final de su periplo de cronista y literato de la vida de las élites romanas, el protagonista queda sumido en la más profunda melancolía existencial, avizorando un poco una inocencia que para él parece ya inaccesible. Resulta curioso constatar que medio siglo después, otra película, también italiana, La gran belleza, de Paolo Sorrentino (2013), ofrece en el escenario inamovible de una Roma burguesa y decadente, una visión todavía más cínica de esa sociedad que ahora ha pasado ya del poderío político-mediático de un Silvio Berlusconi al carismático poder protofascista de un Matteo Salvini, volviendo realidad punzante los aspectos más grotescos de lo que insinuaba Federico Fellini con maestría visionaria.
En la época del estreno de La dulce vida, la crítica de cine estadunidense Pauline Kael señalaba en un ensayo perspicaz, titulado Fiestas para gente disfrazada del alma enferma europea, que el espectáculo que directores como Fellini o Antonioni brindaban de la decadencia moral de las minorías privilegiadas (esos happy few que décadas después representarían uno por ciento de una plutocracia globalizada), escondía en realidad, por parte de los cineastas, un moralismo y una fascinación frente a atmósferas apocalípticas. Lo cierto es que el colapso anunciado parece cumplirse hoy puntualmente, tanto en lo económico como en lo moral, y toda la ironía que encierra una cinta como La dulce vida cobra ahora vigencia inusitada.
El glamur de las fiestas de una burguesía ávida de exotismo y de emociones fuertes, parece ya un cliché tan gastado como el de una censura política o religiosa, hoy totalmente inoperante. El mercantilismo global ha despojado de toda esencia a las provocaciones morales que tanto escandalizaron en su tiempo a las autoridades eclesiásticas. De la sucesión de magníficas viñetas que presenta Fellini en el itinerario del periodista Marcello ya sólo queda la rémora de un romanticismo desfasado y una sensualidad hedonista plasmada en la imagen de Anita Ekberg y Marcello Mastroianni en la emblemática escena que comparten en la Fuente de Trevi. El propio realizador lo comprendió acudiendo nuevamente a ella, con lucidez desencantada, en su cinta Entrevista (1987), donde evoca esos mismos personajes y esas pasadas glorias de la pantalla. Como toda obra clásica, La dulce vida exige hoy miradas nuevas y una relectura social actualizada como contrapeso saludable al ejercicio estéril de la nostalgia.
Se exhibe en la sala 2 de la Cineteca Nacional a las 11:45 y 17:30 horas.
Twitter: @CarlosBonfil