Domingo 17 de noviembre de 2019, p. a16
Billie Holiday (1915-1959), mujer que cumplió un sueño que nunca había tenido: ser una de las mejores cantantes de jazz del mundo, protagoniza esta historia en el libro Billie de la Colección Miranda, con textos de Itziar y Jorge Miranda, e ilustraciones de Lola Castejón Thilopía Edelvives. Con autorización del sello Edelvives, La Jornada ofrece a sus lectores un fragmento de esta obra.
Cuando Billie nació, sus padres aún eran unos chiquillos. No tanto como yo, pero casi. Su madre trabajaba en una casa de ricos como criada, y su padre, que todavía llevaba pantalones cortos, soñaba con tocar la trompeta mientras repartía periódicos a domicilio. Mi padre también lleva pantalones cortos en verano, pero a principios del siglo pasado eso era cosa de muchachos y no de hombres hechos y derechos. La llamaron Eleanora, que significa ‘‘la que resplandece’’. Seguramente sus padres le pusieron ese nombre porque les pareció bonito, pero no creo que se imaginaran que Billie iba a brillar de verdad convirtiéndose en una estrella del jazz.
Nació en Filadelfia, que aunque solo nos suene por una marca de queso, es donde en su momento se firmó nada más y nada menos que la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América. Sin embargo, enseguida se fue a vivir a Baltimore, que es mayormente conocida por tener unas ratas que parecen perros de lo grandes que son. Allí sus padres, aunque eran unos chavalines, se pusieron a trabajar como burros para sacarla adelante. Su madre siguió como sirvienta y su padre se fue de gira con una banda de música, pero cada vez se iba más tiempo de viaje y tardaba más en regresar, hasta que un día no volvió y se quedaron las dos más solas que la una. Yo creo que le iba un poco grande lo de ser padre y, como quien no quiere la cosa, se escabulló un tiempo para terminar de cocerse, como dice mi abuela.
Su madre fantaseaba con comprar una casa para Billie y para ella, de esas que se ven en las películas americanas, con un jardín precioso y rodeada por una valla blanca recién pintada. Pero para eso tenía que partirse los cuernos trabajando y, estando sola con una niña tan pequeña, no daba abasto. Así que decidió dejarla una temporadita en casa de unos parientes, a ver si de esa manera podía ahorrar algo. Allí Billie las pasó realmente canutas. La casa era muy pequeña y estaba hecha polvo: a nada que soplaba un poco de viento parecía que se iba a romper en mil pedazos. Además, como en ella vivía mogollón de gente, Billie tenía que compartir una cama minúscula con dos primos segundos suyos que le hacían la vida imposible. Menos mal que allí también vivía su bisabuela, que la cuidaba muchísimo; bueno, la cuidaba todo lo que podía. En sus tiempos mozos había sido esclava y no estaba para muchos trotes; de hecho, siempre estaba sentada en una silla... ¡hasta dormía en ella! Un día decidió levantarse para estirar un poco las piernas y se murió.
Aunque por su edad seguía siendo una niña, Billie era bastante madura, que quiere decir que tenía muy buen juicio y era muy sensata. Se puso a trabajar por toda la ciudad limpiando escaleras. Y así, como una hormiguita, ahorraba todo el dinero que podía para ayudar a su madre. A la única que no le cobraba era a Alice, su vecina. Alice tenía una casa en la que siempre había mucha gente, mucho ruido y mucha confusión. Billie nunca supo si era una pensión o una sala de fiestas; lo único que sabía era que para ella resultaba un lugar mágico y que Alice la trataba con cariño y, a cambio de limpiar, la dejaba subir a un cuarto de estar en el que había un tocadiscos. Allí Billie descubrió a Louis Armstrong, un cantante que muchas veces se olvidaba de la letra y, para disimular, solo decía ‘‘ba-ba-ba-ba-ba-ba-ba’’, pero que la emocionaba de tal manera que tenía que tener muchos pañuelos a mano porque acababa llorando a moco tendido. Y es que, aunque parecía dura como el acero, en realidad Billie era más frágil de lo que la gente imaginaba; era como si dentro de ella hubiera una caja fuerte llena de lágrimas y solo él fuera capaz de abrirla con su voz. Billie lloraba aunque no estuviera triste; de hecho, a veces lloraba también de pura felicidad.
Y mira que en esa época era muy difícil ser del color de Billie. Si eras negro no podías sentarte en la parte delantera del autobús ni entrar en una tienda para comprarte unos calcetines, y eso que a ella la volvían loca los calcetines. ¡Los blancos de entonces estaban completamente chiflados!
Tampoco podían entrar en el cine, pero eso nunca fue un problema para Billie. Yo no sé cómo lo hacía, pero siempre conseguía colarse sin que nadie la viera, y eso que en esa época estaba un poco fuertecita y no pasaba desapercibida. Veía a escondidas todas las pelis de su actriz preferida: Billie Dove. Le encantaba cómo se movía, cómo se peinaba pero, sobre todo, cómo miraba. Tenía unos ojos tan grandes y tan expresivos que, más que mirar, parecía que te hablaran. Quería parecerse tanto a ella que le copió el nombre. Ya nunca más sería Eleanora: quería que todo el mundo la llamara Billie.