ntre el lunes pasado y ayer, en un escenario de más de 10 mil kilómetros, tuvo lugar una hazaña política, diplomática, técnica y aeronáutica que refrendó la condición de México como garante del derecho de asilo: el rescate del derrocado presidente boliviano, Evo Morales, y de su vicepresidente, Álvaro García Linera, quienes estaban varados en el departamento de Cochabamba y cuyas vidas se encontraban en peligro, y su traslado a territorio nacional.
Desde las primeras horas del golpe de Estado perpetrado en Bolivia el domingo pasado el gobierno de Andrés Manuel López Obrador ofreció refugio al acorralado mandatario, quien, tras anunciar su renuncia para evitar que la asonada en su contra derivara en un baño de sangre, salió de La Paz rumbo al aeropuerto de Chimoré y pocas horas después informó su aceptación del ofrecimiento mexicano.
Con el país sudamericano sumido en la violencia y la anarquía, la Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE) inició de inmediato una complejísima tarea para lograr que alguna instancia de mando extendiera a Morales Ayma y a García Linera el salvoconducto para abandonar su país. Al mismo tiempo, la Fuerza Aérea Mexicana (FAM) preparó un avión para el incierto viaje de ida y vuelta.
Con Bolivia en el caos y con sus vecinos gobernados por regímenes de derecha hostiles a Evo, los obstáculos eran casi insalvables. La Argentina de Macri y el Chile de Piñera no estaban dispuestos a permitir el cruce de su espacio aéreo con la aeronave que habría de traer a México a los refugiados, y el Brasil de Bolsonaro quedaba descartado de inicio.
Sólo Perú autorizó el sobrevuelo, de modo que el pequeño reactor de la FAM llegó a Lima a las primeras horas del lunes y, tras reaprovisionarse de combustible, se dirigió a territorio boliviano. Pero cuando estaba por ingresar a él se le denegó el permiso de vuelo, por lo que hubo de retornar a la capital peruana.
Durante varias horas de gestiones se logró la autorización requerida, con lo que la nave pudo despegar de nuevo y aterrizar en el puerto aéreo de Chimoré, donde se encontraban los gobernantes depuestos. Se vivieron allí horas de extrema tensión y de acuciante peligro, debido a la insólita renuencia de la Fuerza Aérea Boliviana a permitir el despegue. Mientras tanto, el canciller Marcelo Ebrard, con la ayuda del presidente electo argentino, Alberto Fernández, logró que el gobierno paraguayo permitiera la llegada a su territorio del avión de la FAM. Finalmente, por milímetros
, como narró el propio Ebrard, se logró la autorización de los golpistas, el jet partió rumbo a Asunción para hacer una escala técnica indispensable. Cuando se preparaba el despegue rumbo a Lima, los mandos castrenses bolivianos denegaron el uso del espacio aéreo y el gobierno peruano, alegando valoraciones políticas
, comunicó que el avión podría sobrevolar el Perú pero no hacer escala en ese país.
Una gestión calificada de casi milagrosa
por el titular de la SRE hizo posible que las autoridades de Brasilia abrieran una ruta sobre su territorio para rodear Bolivia en el viaje de regreso. Luego fue necesario eludir Ecuador antes de entrar en aguas internacionales. Al cabo de un viaje de día y medio, el Gulfstream de la FAM aterrizó ayer, poco después de las 11 de la mañana, en el Aeropuerto Benito Juárez, con los huéspedes a salvo.
Al margen de los enojos de la derecha local por el rescate referido y por el otorgamiento de asilo político a los dos dirigentes bolivianos –y a decenas de ex funcionarios y adherentes del gobierno derrocado que aún se encuentran en la embajada de México en La Paz–, entre antier y ayer nuestro país protagonizó una página honrosa en la historia del asilo político, un derecho que junto con el principio de no intervención, el respeto a la autodeterminación y la solución pacífica de los conflictos, ha vuelto a ser pilar fundamental de la política exterior de la nación.
Cabe reconocer, por ello, el admirable esfuerzo de los mandos y el personal de la Fuerza Aérea Mexicana, la capacidad y dedicación de la SRE, de su titular y de la Subsecretaría para América Latina y la determinación presidencial de hacer valer los principios por sobre las dificultades.