as elecciones que hoy se están llevando a cabo en Argentina y en Uruguay pueden ser nuevas evidencias –especialmente en el primero de esos países– de que el modelo neoliberal que a mediados de esta década llevó al poder (a la buena y a la mala) a varios gobiernos conservadores en la región, está acusando los duros, pero justos golpes del hartazgo y el repudio popular.
La gestión de Mauricio Macri ha sido desastrosa por donde se le mire. Desempleo, aumento en los niveles de pobreza, una escandalosa devaluación de la moneda, inflación imparable, oneroso endeudamiento con el Fondo Monetario Internacional (FMI), desarticulación de la planta productiva y un altísimo índice de riesgo-país (es decir, la probabilidad de que la nación no pueda pagar deudas contraídas en el exterior por préstamos y otros compromisos), han sido algunos de los resultados de una administración de gobierno concebida para unos pocos a costa de todo el resto. Todo ello en el contexto de un discurso descarnadamente antipopular, con tintes abiertamente racistas y excluyentes, y despojado de la más mínima sensibilidad social.
Derrotado de manera aplastante en las elecciones primarias de agosto pasado (31.8 por ciento de los votos contra 47.7 por ciento de Alberto Fernández, candidato del opositor Frente de Todos y quien lleva como compañera de fórmula a Cristina Fernández de Kirschner, presidenta de los argentinos dos veces consecutivas) Macri y su coalición Cambiemos, difícilmente evitarán hoy un contundente revés en las urnas, pese a sus teatrales y promocionados actos en los que afirmaban que sí se puede
revertir los indicadores de las primarias.
El escenario en Uruguay es muy diferente, pero los comicios de hoy pueden representar otra prueba de que las acciones de la derecha están a la baja, después de su inquietante resurgimiento basado en una novedosa estrategia consistente en utilizar al poder judicial como ariete contra los regímenes progresistas o de izquierda. En este caso, Daniel Martínez, candidato del Frente Amplio, que gobierna al país desde 2005, deberá ratificar el apoyo del electorado charrúa a las políticas de la coalición que encabeza, o para ponerlo en otras palabras, certificar el rechazo a los partidos tradicionales (el Partido Nacional, el Partido Colorado y la novel fuerza Cabildo Abierto, también de orientación conservadora), todos ellos, con matices, partidarios de la doctrina económica neoliberal.
De no surgir ningún imponderable que cambie drásticamente las tendencias, Alberto Fernández en Argentina y Daniel Martínez en Uruguay asumirán la presidencia de sus respectivos países. La labor que deberán acometer, en cambio, no tiene mucho en común. Martínez debe ajustar tuercas en materia económica y de desarrollo de un modelo que el Frente Amplio ha logrado establecer con una razonable estabilidad en sus tres periodos de gobierno; mientras a Fernández le toca recomponer una nación seriamente dañada en prácticamente todos los rubros de la política social (y de la política a secas).
Una visión de conjunto permite comprobar que el proyecto económico propugnado durante casi tres decenios para América Latina por el FMI y sus discípulos, es insostenible. Lo prueban las manifestaciones de disconformidad contra Jair Bolsonaro en Brasil, Lenín Moreno en Ecuador y Sebastián Piñera en Chile, para enumerar las más recientes, aunque esos gobernantes atribuyan el descontento a causas peregrinas y adopten medidas cosméticas para mantenerse un rato más en el poder, y retardar lo más posible lo que se perfila cada vez más nítidamente como una desbandada neoliberal.