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El estante de lo insólito

José Clemente Orozco

Pintar en muros públicos es, obviamente, una gran responsabilidad para el artista. Porque cuando una nación le otorga su confianza, el pintor aprenderá, pues se desenvolverá y, al fin, cobrará dignidad artística. Nada le proporciona más valiosa experiencia o mayor disciplina que la oportunidad de pintar murales bajo tales condiciones.

José Clemente Orozco.

N

ació en Ciudad Guzmán (cuando aún se llamaba Zapotlán) en 1883, y fue empujado hacia el supuesto marco del bienestar académico como ingeniero agrónomo, aunque hizo también estudios matemáticos y de arquitectura. Pero, como el azaroso escurrir de la pintura que daría personalidad y vida a las paredes convertidas en lienzos y manifiestos, el muchacho tapatío fue por la suya a la Academia de San Carlos, de donde tomaría las técnicas y las primeras ideas de lo que sería su ejercicio profesional con el gozo de la imposición del arte. Fue figura de autonegaciones, con posturas difíciles, pero con un arte de calidad incontrovertible, orgulloso de una generación de pintores, pero virulento cuando las ideas le exigían una posición de choque, aun contra Diego Rivera, el gran héroe entre los pintores de su tiempo. Fue callado y fue iracundo; fue detonante de averiados y abigarrados mundos. Se llamó José Clemente Orozco.

La caricatura letal

Orozco conoció los grabados de José Guadalupe Posada siendo pequeño, ya que su familia habitaba en el mismo barrio. En sus primeros trabajos hizo muchas caricaturas para distintos medios como La Vanguardia, El Machete, El Malora y, desde luego, El Hijo del Ahuizote. Con ironía y sin freno, se volvió admirado y temible con algo que era más pasatiempo y trabajo para saldar cuentas que un destino propuesto. Lo que mostró en la caricatura política no fue precisamente preludio exacto de lo que haría años después con sus celebrados murales. Ahí aún no están el pueblo desgarrado y la aristocracia, el hambre, la guerra y la heridas abiertas. Las caricaturas son las de un joven con calidad gráfica pero inexperto, sin avizorar que la revolución que se viene es seria, es profunda, y no un mitote alentado por una pandilla de desarrapados impresentables que Díaz quiso hacer creer cuando parecía que el alboroto armado podía morir en los esbozos. El artista comprendió su error tras meses de muertos y caciques en mandos difusos. Primero atacó a Francisco I. Madero, después endiosó a Emiliano Zapata. Como señaló Carlos Monsiváis (Nexos, primero de diciembre de 1983): Orozco irá del asco derechista a la voluntad cívica, de la idea de la revolución como orgía y farsa a la idea de la Revolución como épica doliente, del uso ornamental del movimiento armado al servicio crítico y simbólico de la historia.

Parte de la generación que vivió la cruenta transformación de México después de la bola, Orozco repasaría los temas con una tinta muy distinta cuando generó su gran obra. La experiencia lo alimentó y dio rumbo a sus nuevos discursos estéticos, si bien esos mismos giros exponen su permanente contradicción. No creía en los tótems ideológicos; fue provocador pintando en el Colegio de San Ildefonso sobre la ideología adversa a las propias paredes que esperaban su trazo. Los devotos atacarían su obra, su persona y sus murales. Apenas una estampa de las polémicas por su obra, haciendo mayor el sentimiento de que fue el más radical de los grandes muralistas (el más libre, a decir de Octavio Paz). En él cabe lo grotesco, lo insolente, lo visceral (“En vez de crepúsculos rojos y amarillos pinté las sombras pestilentes de los aposentos cerrados…”). José Revueltas escribió (artículo publicado en El Popular en 1939): Difícilmente se encontrará, entre todos los pintores de todas las épocas, alguien que haya sabido mostrar con tanta violencia, con tanta voluntad destructora, la imposibilidad de la vida.

El efecto Vasconcelos

José Vasconcelos transformó la visión de la educación y la cultura en el país. Impulsó la cátedra, libros, cursos, lecturas (editó los clásicos de la literatura universal para el conocimiento masivo del pueblo), y los muros para que la plástica mexicana lo llenara de creaciones artísticas que además engrandecían el espíritu nacionalista y reflexivo de México. La labor de Vasconcelos (no perfecta, pero crucial en el empuje educativo del país) sería conocida como el renacimiento mexicano. Un puñado de talentosos aprovecharon plenamente los espacios y el apoyo directo de Vasconcelos. Orozco hizo varias de las obras monumentales que hoy conforman su museografía en los edificios públicos. Al intelectual Vasconcelos le gustaba que Orozco no le pidiera opinión sobre lo que hacía (algo natural y común de los creadores protegidos por su posición oficial en el gobierno). Afirmaba que Orozco disponía de conceptos y proyecciones en la obra como si el edificio fuera suyo, lo que también llegó a causarles pelea; Vasconcelos despreciaba su caricatura. José Clemente ponderó siempre lo que Vasconcelos había hecho en todos los aspectos de la cultura, especialmente en el terreno de los pintores, que contaron con libertad y respaldo para hacer que su obra saliera de las galerías para plantarse en los lugares públicos al entendimiento y crítica del pueblo. Pero en 1924 el mentor Vasconcelos dejó el cargo y sus artistas resentirían la diferencia en fondos, espacios de trabajo y promoción. Para algunos significó el fin; otros, como el pintor tapatío, debieron emigrar.

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▲ Ilustración Manjarrez / @Flores ManjarrezFoto

Exilio y regreso

José Clemente Orozco se fue a Nueva York en 1927. Se mantuvo trabajando con gran austeridad y una vida que se angostó financieramente hasta niveles extremos. La camarilla crítica entusiasta que admiraba a los muralistas mexicanos ni siquiera se enteró de que estaba en Estados Unidos. Sin uso de agentes, instituciones afines y promotores, el también llamado Goya mexicano (definición que el artista despreciaba) parecía camino de consumirse en su gloria en el pequeño estudio de un barrio neoyorquino de segunda clase. Sería la crítica y coleccionista Alma Reed quien lo pondría en contacto con los canales adecuados, hecho que dio a Orozco un nuevo momento de gloria. Alma explicó en su imprescindible libro Orozco (Fondo de Cultura Económica) que el gran iconoclasta tenía un personalidad verdaderamente compleja, muy elaborada para quienes con facilidad le creían demasiado serio, ausente y hasta hosco. Dice Reed:

“Conociéndolo mejor, podría uno haber percibido ciertas transgresiones de las normas aceptadas –por ejemplo, la actitud poco práctica del pintor, si puede llamarse así, al rechazar totalmente los valores mediocres y el éxito obtenido a poca costa. Pero las potencialidades reales del hombre y del artista, del sabio y del vidente, estaban seguramente encerradas dentro del generador secreto de su genio único.”

Con la ligereza con que podía desdeñar la Revolución entera o la pérdida de su mano izquierda (descrito por él como un accidente como otro cualquiera), Orozco se adaptó y aguardó su momento. Lo tuvo para dejar murales en Nueva York y California (donde hizo El Prometeo, en el Pomona College, en Claremont) y tener buena aceptación crítica y mejores ventas de su obra. Volvió a México hasta 1934 y de inmediato se restableció en su sitio junto a los grandes artistas mexicanos, desde donde también defendió la danza o el teatro, disciplina de gran gusto e inspiración en su labor. Pintó en el Palacio Nacional de Bellas Artes, donde Katharsis, sigue conmoviendo e impactando a los visitantes, tanto como sus trabajos en la Escuela Industrial de Orizaba, o el bellísimo mural Omniciencia que hizo en el Palacio de los Azulejos del Centro Histórico de la capital mexicana.

El Hospicio Cabañas

Cincuenta y siete frescos copan el corazón interno del espectacular centro arquitectónico del Hospicio Cabañas en la Ciudad de Guadalajara (también pintó en la universidad y el palacio gobierno, donde está su celebrado mural de Miguel Hidalgo) que diseñó el español Manuel Tolsá. El inmueble se convirtió en la gran galería de Orozco (los temas, fueron La conquista española y El hombre en su afán de superación), aglutinando sus temas, su técnica, la violencia intrínseca de su trabajo pictórico, la elevación máxima de su visión de la Conquista, de Jalisco, de la modernidad como amenaza terrorífica, donde la estructura de hombres, soldados y animales es más tensa mecánica y de ingeniería de la destrucción, de tejido vivo y compuesto de la naturaleza. Cúpula, bóvedas, pechinas, paneles… Orozco encontró temas y colores para todo resquicio en que pudiera dejar su genio.

En uno de sus cuadernos de apuntes, seis libretas desconocidas donde el muralista revela sus secretos de la pintura y el color, compilados íntegramente en ideas, proyecciones y bocetos en el volumen Cuadernos de Orozco (Planeta), reunidos y organizados por la crítica de arte Raquel Tibol, el artista señala: El movimiento se revela por la posición de los cuerpos. Uno de los frescos más elevados sostiene (movimiento revelado) el salto hacia alguna parte (¿el futuro, la trinchera, los generales guiando almas sin fondo a un limbo de ideales tundido de balas?) de un caballo. Pero el equino no es figura hípica de musculación energética y belleza del instante. Está muy lejos de los cuacos que cargan con el jinete heroico o que están sombreados con la belleza de lo imponente; se trata de un caballo mecanizado. La mecánica metalizada que impulsa al animal o a los hombres (en otros frescos del mismo conjunto) son tecnología de la frialdad del acero. Orozco establecía principios en el tema de la pintura estructural: “Cada parte está definida por su eje geométrico (…) Cada cosa, incluso la energía tiene un principio y un fin perfectamente definidos”. En su postura sobre el trabajo del pintor precisa: La imaginación es el motor. La obra es la maquinaria movida por el motor. Lo más importante: la invención. Si no hay nuevo, no hay nada.

Sus estudios anotados son la bóveda abierta de su gran conocimiento y sentido del análisis, mientras escribe la Dramatización del objeto y del espacio, en tonos, colores y objetividad de la materia temática, cromática y narrativa de una pintura, Orozco trasciende forma y ve todo lo no expuesto por el pincel; la composición interna que lo lleva a las decisiones para establecer la tensión de cada obra, su armonía y sus equilibrios. Su trabajo es de impresionante fuerza. En su Autobiografía (Era), expresó: Lo bello, para el hombre, es solamente lo que está construido como él mismo, como su cuerpo y como su espíritu.