ue, en primer lugar, el golpe gestáltico de la belleza. Ver a esa figura con el brazo en alto, corriendo, en un movimiento –cabellera, ropas, pasos– que sobrevivía al instante de la magnífica fotografía que le hizo Jorge Arturo Pérez Alonso a Francisco Toledo fue una suerte de hallazgo poético, vibrante, con un enorme retorno de vida. Sin duda fue la imagen estética más memorable de 2014.
Por supuesto no fui el único que pudo tener esa experiencia. El escultor Javier Zarazúa, que colaboró con Francisco Toledo en la elaboración de La Lagartera, escultura que dejó como parte de su legado en Monterrey, asoció la figura del artista oaxaqueño en el momento de correr para dar impulso al papalote diseñado por él mismo con una de las famosas pinturas de Delacroix: La libertad guiando al pueblo. Los movimientos de la mujer que alegoriza a la libertad son semejantes a los de la foto publicada de Toledo en el acto protagonizado por el artista en las calles citadinas de su tierra.
Vicente Rojo también nos ha dado su testimonio del efecto producido por la fotografía que aquí comento: Qué emoción ver a Francisco Toledo correr por las calles de Oaxaca llevando al vuelo 43 papalotes con los retratos de los normalistas de Ayotzinapa. Y qué envidia no poder estar ahí compartiendo con él y los niños que lo acompañaban en esa metáfora tan conmovedora de poblar el aire con los rostros de los jóvenes estudiantes. Así nunca estarán desaparecidos. Francisco Toledo: tan joven, tan niño, despeinado con su bella barba blanca.
A su trabajo fotográfico, el corresponsal de La Jornada en Oaxaca informaba sobre el motivo de la imagen tomada por su cámara: la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa y respondiendo a la demanda de hallarlos y presentarlos con vida Francisco Toledo y sus cometas en el momento de crear una obra de arte contextual sumamente visible por los dos lados: como arte y como un acto de defensa de los derechos humanos. En él, Toledo se solidarizaba con los padres de los estudiantes y un amplio sector de la sociedad: si vivos se los habían llevado, vivos debían regresarlos.
En la ocasión que hizo volar los papalotes con los retratos de los estudiantes desaparecidos hizo votos para que se los pudiera encontrar con vida. Murió sin ver cumplido su deseo. Muchos estamos en el mismo tren y acaso con igual destino. La esperanza de que ese crimen por el cual se agredió y desapareció a los normalistas de Ayotzinapa sea esclarecido se torna cada vez más luida. Es cierto, el presidente López Obrador se ha comprometido a resolver satisfactoriamente este cruel episodio vivido en la piel del país. Los padres de los desaparecidos han señalado, sin embargo, la ausencia de ese compromiso en el fiscal General de la República.
Carlos Monsiváis, que mantuvo una relación estrecha con Francisco Toledo, se asombraba, como muchos, de la intensa y compleja actividad del artista. En términos de agradecimiento le pedía al Toledo gran activista que no impidiera al Toledo gran artista sus tareas y creatividad, y a la inversa. Rafael Barajas ( El Fisgón) y Luis Hernández Navarro, entre otros, han glosado las numerosas obras, instituciones, logros civiles que Toledo dejó a su paso por la vida en Oaxaca.
Por ello me parece mezquino valorarlo sólo por su versátil y caudalosa obra artística. Desde luego, sin ella no habría sido lo que fue. Pero él supo escapar a un tiempo ruin en el que el mercado del arte y el mercado a secas se regodearon viendo a los intelectuales y artistas como sortijas prestas para ser lucidas en recepciones, premiaciones, ceremonias y eventos parecidos. En un mundo ajeno al de la pobreza, la necesidad, el despojo, la tarascada feroz a las comunidades, su hábitat, su riqueza natural, intelectuales y artistas se fueron tragados por un individualismo a ultranza y la búsqueda desalmada del mejor precio y el mejor comprador para su obra. El creador y sus productos se midieron, y miden, por la lógica de la mercancía.
Ya el escultor Javier Zarazúa concluye la maqueta de Francisco Toledo. Espera que pueda ser trasladada a la fundidora e incorporarse al paisaje urbano de Monterrey como uno de sus monumentos públicos. Y hace falta una referencia, una presencia de esta índole en Nuevo León –y en otros lugares– donde las deformaciones humanas del mercado (y del mercado del arte) son más marcadas.