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Mar de historias

Cuadernos

E

n el comedor, que también funciona como taller de costura, Minerva apaga la máquina eléctrica y retira de la mesa el lote de blusas que aún debe terminar. Sobre la superficie despejada pone los cuadernos que le pidieron en la escuela a su hijo Daniel y los coteja con la lista que le dio la maestra Patricia:

–Modelo francés, uno; profesional, uno; marquilla, dos; de cuadro chico, tres; de cuadro grande, tres... La verdad no sé para qué les piden a los niños tantos cuadernos que luego se quedan con un montón de hojas en blanco.

–¿Todavía te vas a tardar mucho? –le pregunta Héctor desde la habitación que comparten con Daniel.

–Creo que sí: ni siquiera he empezado a forrar los cuadernos. Tú ya duérmete, mi amor, porque mañana te toca irte a las cinco a La Merced.

–¿No puedes dejar los forros para otro día?

–Prefiero ponerlos de una vez y dedicarme mañana a las blusas que me faltan. Quiero entregárselas a Cayetano el martes para que me pague, porque con tanta compra fue mucha gastadera, y eso que nos fuimos sobre lo más baratito. La mochila a trescientos estuvo bien, ¿no?

–Sí, perfecto, pero ven a acostarte. Mañana en la tarde me encargo de los cuadernos.

–No, gracias. Así está bien, además me gusta forrarlos. Duérmete y ya no hables para que no despiertes a Daniel. –Minerva sonríe enternecida: –Pobre, todavía no se acostumbra a las desmañanadas. Hoy que lo llevé a la escuela iba bostece y bostece, arrastrando la mochila. Me pareció pesadísima y eso que no llevaba ni la mitad de los útiles. A mí no me gusta que los niños carguen tanto: se me hace que pueden volverse jorobados. ¿Tú qué crees? –Minerva no obtiene respuesta: –Este ya se durmió, y ¡qué bueno! Mañana necesita madrugar.

II

Bajo la escasa luz del foco ahorrador Minerva contempla satisfecha el altero de cuadernos recién forrados, con sus respectivas etiquetas que llevan el nombre completo de su hijo y el grado que cursa. Lo relee todo, concentrada, y apenas escucha la pregunta de Héctor:

–Mine, ¿ya terminaste?

–Sí y acabo de darme cuenta de una cosa increíble: nuestro niño, nuestro hijo, es ya un muchachito que va a tercero. Me parece que fue ayer cuando lo llevé por primera vez a la escuela. Aquel lunes pensé que Daniel iba a llorar cuando lo dejara solito, pero se quedó contentísimo, creo que de ver a tantos niños, y fui yo quien lloró toda la mañana como una Magdalena. Al verme te reíste de mí.

–Debes haber pensado que era un maldito.

–No tanto, pero me dolió tu indiferencia. Ahora lo tomo de otra manera. Comprendo que nuestra relación con el niño era distinta. Entonces tenías muchos servicios foráneos y te ibas por una o dos semanas; en cambio, yo me quedaba todo el tiempo con Daniel, y aunque estuviera trabajando en mi máquina, lo veía muy cerquita de mí, acompañándome. Te imaginarás que cuando lo llevé a la escuela sentí como si me lo hubieran arrebatado.

–Lo único malo de ti es que siempre exageras...

–Por favor no hables tan fuerte porque vas a despertar al niño.

–No estaba dormido –aclara Daniel, de pie en la puerta del comedor. –Cerré los ojos y los tuve apretados un ratito, pero no me dormí.

–No me digas qué andas haciendo levantado porque ya lo sé: de seguro vas a hacer pipí. Ahora sabes por qué te aconsejamos que no tomaras tanta agua cuando estábamos cenando.

–Ay, Héctor, ya ni le digas. Mejor que vaya al baño, no sea que le gane... –Se dirige a Daniel: –Mientras, te voy a hacer un té, a ver si con lo calientito te entra el sueño.

–Minerva, ¿te digo una cosa? Consientes demasiado a ese niño. Luego no te quejes. Ahora sí me voy a dormir.

III

Daniel reaparece en el comedor. Por unos segundos se queda mirando el altero de cuadernos y luego se vuelve hacia su madre:

–¿Me dejas prender la tele un ratito?

–¿Sabes qué horas son, hijo? Las once y media. Deberías estar en la cama. Recuerda que mañana tenemos que levantarnos muy temprano para no llegar tarde a la escuela.

–En serio ¿tengo que ir? –Ve que Minerva asiente. –¿Por qué?

–Ya te lo dije: para que aprendas más cosas y puedas escribir muy bien y leer muchos libros.

–Mi abuelito Gregorio sabe escribir, todo el tiempo está leyendo el periódico y nunca fue a la escuela.

–Pero a él le hubiera gustado muchísimo tener estudios. No pudo porque, desde chico, tuvo que trabajar mucho. Otro día te cuento más de su vida. Ahora... Ay, mi amor: por estar platicando se me olvidó hacerte el tecito que te ofrecía.

–Siempre se te olvida todo, pero de todos modos, te quiero. –Después de besarla, Daniel se le queda mirando: –Mamá: ¿cuando eras niña te gustaba la escuela?

–Mucho, muchísimo. Cuando preparo tus útiles siento que voy a clases de nuevo. A veces, al escribir tu nombre en la etiqueta que va pegada en el forro de un cuaderno, imagino que estoy escribiendo el mío.