ué bueno que desde el púlpito presidencial se diga que desarrollo quiere decir redistribución y no sólo sumas y restas de valor y mercancías traducidas en incrementos, tasas de crecimiento, del producto social o bruto interno. Qué malo que el Presidente use su intuición, alimentada por la memoria de debates sobre el desarrollo, para afirmar que el crecimiento de la economía poco importa, ya que de lo que se trata es de desarrollarse. Peor aún que un ingeniero ilustrado en la Cepal, como Carlos Slim, nos diga que el crecimiento es intrascendente
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En abstracto, aunque con reservas, podríamos estar de acuerdo, pero, en concreto, para esta nación aquí y ahora, incurriríamos en un craso error de entendimiento de la circunstancia por la que atraviesa México, ya por muchos años, y lograríamos una confusión política mayor, imperdonable si se me permite la licencia.
El desarrollo supone un proyecto social y una voluntad política de justicia social y redistribución de capacidades, ingresos y oportunidades que el sistema económico de mercado, capitalista, no puede proporcionar por sí solo. Como lo muestra la historia y sostiene la razón analítica, la máquina capitalista, hecha para crecer y ganar y siempre proclive a generar dese-quilibrios y desigualdades que las formas de poder en el Estado consagran, requie-re de la mano visible del Estado
y la política para que el mercado no sólo haga su tarea sino que extienda su eficacia para la generación de excedentes que sirvan de sostén a políticas dirigidas al bienestar y la protección social o, de plano, para una redistribución de los frutos del crecimiento y el progreso técnico en favor del trabajo, de los pobres y vulnerables y de las regiones que el crecimiento mercantil ha olvidado en su marcha en pos de la utilidad.
Las relaciones entre crecimiento y desarrollo son siempre complejas y, cuando se trasladan a la política, implican compromisos y negociaciones. De aquí la necesidad insoslayable de aclarar(se) y precisar(se) prioridades; por esto conviene atender la fórmula propuesta por Joseph Stiglitz de que el desarrollo debe verse también como un proceso de cambio social y de aprendizaje democrático.
El camino no es rectilíneo; no se puede simplificar, menos obviar o borrar componentes. Se necesita mucho ingenio y destreza, intelectual y política, para llevar a buen puerto esta ambiciosa empresa. Hacer a un lado el crecimiento mientras se mantiene el objetivo del desarrollo, puede implicar la redistribución de lo existente que, como todo, se acaba y con la escasez llegan las destructivas y corrosivas pugnas distributivas por cada vez menos.
En un escenario así, el autoritarismo empieza a verse como conveniente, y la sociedad topa con una economía sometida al imperio de la necesidad absoluta. La pe-nuria se impone y las comunidades se achatan, renunciando a expectativas de mejora social e individual. Ésta fue la experiencia soviética y, en parte, la que vivieron los cubanos luego del desplome de la URSS. Es, asimismo, la que sufren los venezolanos que, de poder hacerlo, optan por mudarse para sobrevivir.
En una sociedad compleja y diversa, moderna, a pesar de sus muchas contrahechuras, abierta al mundo como es hoy México, no se puede aspirar a un desarrollo calificado por la igualdad y la justicia sociales sin crecimiento. La enorme franja de trabajo informal, precario y de subempleo; las millones de hectáreas abandonadas; lainfraestructura –sanitaria, educativa, físi-ca– a medio construir, descuidada e incom-pleta, constituyen argumentos prima facie en favor del crecimiento, entendido como una condición necesaria e insustituible para aspirar seriamente a ser un país desarrollado, con una sociedad próspera y una economía satisfactoria socialmente hablando.
La dialéctica presidencial debe tener mejores y más promisorios usos. En estas materias no sobra algo de lógica formal y razonamiento ordenado.