n las elecciones federales del 1º de julio de 2018, el partido Morena obtuvo un triunfo contundente, lo que le permitió ganar la Presidencia de la República, la mayoría de ambas cámaras del Congreso de la Unión, la Ciudad de México, cuatro de las ocho gubernaturas en juego, casi un centenar de alcaldías y varios congresos estatales.
A poco más de un año de esa histórica victoria, el partido gobernante se encuentra enfrascado en una serie de pugnas internas que entonces parecían improbables o lejanas, las más significativas de las cuales son la que enfrenta a la secretaria general del Comité Ejecutivo Nacional (CEN), Yeidckol Polevnsky, con el Consejo Nacional presidido por Bertha Lujan, y la que se abrió entre los senadores Martí Batres Guadarrama y Ricardo Monreal Ávila por la presidencia de la Cámara alta.
En el primer caso, se trata de un diferendo en torno de la convocatoria para la renovación de la dirigencia del organismo político, que tendrá lugar durante su Congreso Nacional ordinario del 20 de noviembre.
Además de las instancias mencionadas, en esta pugna se encuentra involucrada la Comisión Nacional de Honestidad y Justicia del partido, cuyas resoluciones han sido descalificadas por la secretaria general. Por su parte, tras perder la votación en la que buscaba relegirse presidente del Senado, Batres acusó a su compañero de bancada de haber maniobrado de manera ilegal en favor de la senadora Mónica Fernández, al permitir que legisladores ajenos a Morena votaran como si pertenecieran a esa fracción parlamentaria.
Las diferencias, e incluso la rispidez dentro del partido gobernante, no deberían sorprender si se considera que éste llegó al poder al frente de una coalición variopinta, formada con el propósito de deponer al régimen neoliberal, y una vez logrado ese objetivo los distintos grupos morenistas operan en función de interpretaciones poco claras y hasta contradictorias de la plataforma electoral común, el Proyecto de Nación 2018-2024.
A lo anterior debe sumarse el hecho evidente de que, en los cuatro años transcurridos entre su registro formal como partido en 2014 y su triunfo de 2018, Morena no logró una completa madurez en su funcionamiento institucional.
Por último, para explicar las fricciones en el seno de la institución debe señalarse la paradoja –como se ha mencionado en distintas ocasiones– de que el triunfo de Andrés Manuel López Obrador en la elección presidencial dejó a Morena sin su dirigente máximo, quien era además su principal factor de cohesión, y para colmo, sin muchas de sus dirigencias medias y sus cuadros, pues éstos se integraron al gobierno federal o a cargos de representación popular.
Lo cierto es que estas confrontaciones internas plantean un panorama sombrío para la organización, habida cuenta de que en menos de dos años habrá comicios federales intermedios en los que, como en todo proceso electoral, la unidad es un factor clave para obtener buenos resultados.
A su vez, dicho panorama coloca a la Presidencia en una situación a todas luces delicada, pues el enorme éxito electoral del año pasado podría convertirse en una severa derrota en 2021, con la consiguiente pérdida de mayorías legislativas y la imposibilidad de conquistar gubernaturas y presidencias municipales.
Tal escenario debe llamar a reflexión a las distintas facciones que se han formado en ese partido porque, a diferencia de sus antecesores, éste no cuenta con ningún margen de error ante la opinión pública. Lo anterior significa que, si estos conflictos no son resueltos a la brevedad, se traducirán en un desprestigio inmediato, y en un desgaste igualmente veloz ante el electorado.
En estas circunstancias, los dirigentes del partido en el gobierno tienen en sus manos la decisión de hacer a un lado sus diferencias, sus intereses personales y sus ambiciones, o de ser los principales autores de un grave descalabro para la Cuarta Transformación.