Opinión
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Los congoleños y nuestra buena conciencia
A

nte la experiencia contemporánea, concatenada a la desgracia dantesca de siglos anteriores, las personas que huyen de República Democrática del Congo deberían ser declaradas ciudadanas del mundo y ser acogidas a donde vayan, como se hizo con los judíos en uno de los pocos momentos de vergüenza humanitaria de Occidente. Pero no, en cuanto salen de su inmenso país y van a Occidente resultan ilegales. En el suyo propio, que no les pertenece en absoluto, millones sirven para bestias de carga, mártires, desechos humanos. Así, los miles de ciudadanos de Congo que se internan en México encarnan el eufemismo más atroz en este mundo desgarrado por las mentiras y la codicia sin fondo de los ricos y poderosos.

¿Se puede llamar ciudadanos de alguna parte a quienes han sido esclavizados y masacrados desde que los descubrieron los portugueses a finales del siglo XV y con los esclavistas ingleses, franceses y holandeses repoblaron la mitad de América mediante el desarraigo masivo más brutal en la historia del mundo? ¿Cuál ciudadanía poseen decenas de pueblos originarios con lenguas, costumbres, creaciones propias, devorados por el rey caníbal de Bélgica entre 1890 y 1910 en el peor genocidio del que se tiene registro, sin que nadie fuera declarado culpable? ¿Que han padecido guerras civiles atroces los últimos 60 años; epidemias apocalípticas de sida, ébola, cólera; cifras tremendas de desnutrición infantil, feminicidios, tortura y esclavitud sexual; las peores condiciones de trabajo (sinónimo de asesinato masivo) como las describiera el capitán Marlow de El corazón de las tinieblas, acaso el más intenso de los relatos que la imaginación humana ha labrado según Borges. Ni siquiera es un relato imaginario sino realismo puro.

Pero ni la literatura de Conrad, ni la fotografía de Salgado, ni las campañas de derechos humanos y proselitismo cristiano y musulmán, ni las guerrillas de los años 60 –la del Che incluida–, ni la Acnur, ni las uniones panafricanas han servido para aliviar el sufrimiento infinito de esos pueblos cuya desgracia fue nacer en vastos territorios del centro de África donde abunda todo lo que el hombre blanco necesita para vivir a gusto. La fiebre del marfil arrasó elefantes y pueblos, y enseguida la del caucho (en el origen del automóvil y los aislantes de la electricidad) dejó un país sin manos (los belgas las coleccionaban para Leopoldo II). Jauja del agua y el potencial termoeléctrico, tiene en abundancia coltán, mineral del que dependen la felicidad del consumidor y la prosperidad ilimitada las multinacionales más cañonas. La suma de los metales columbita y tantalita, indispensable para la tecnología de nuestros días, tiene en Congo 80 por ciento de las reservas mundiales.

No sorprende que sea un mercado insaciable de armamento made in China, India, Rusia, Germany, USA, Israel, Brasil, etcétera. Existen hoy 120 grupos armados dedicados al negocio del coltán. Unicef reporta que al menos 40 mil niños mueren en vida sacando coltán del subsuelo donde yace un siglo de huesos humanos, asesinados por cuenta de la prosperidad capitalista y nuestra vida cotidiana.

El mundo entero está en deuda con los congoleños. La periodista Caddy Adzuba no ceja en denunciar nuestra falta de responsabilidad en la compra de terminales electrónicas (celulares, computadoras y demás), pero cuando esa población indefensa intenta salir del Congo y evitar así las torturas de un conflicto provocado por los intereses de las multinacionales y consigue cruzar el mar los llamamos inmigrantes clandestinos que quieren aprovecharse de la prosperidad ajena.

Un reportaje reciente consignaba que sólo en 2017 un millón 700 mil personas se vieron obligadas a huir de sus hogares debido al incremento de la violencia que ha elevado el total de refugiados congoleños hasta los 4 millones (más que Siria, Yemen o Irak). Más de 5 mil 500 civiles abandonaron cada día el Congo para salvar sus vidas, mientras padecen inseguridad alimentaria grave unos 8 millones de personas. (El Independiente, 4/2/18).

Con qué cara quejarnos de que los congoleños vayan de Tapachula a Tijuana (o de Italia a Suecia, o lo que sea), si nos los estamos comiendo en vida. México no debía echarles la Guardia Nacional, sino tenderles la mano. En nombre de la humanidad. ¿O qué?