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Mar de historias

Pierna hueca

P

ese a la diferencia de edades y a la situación incómoda y difícil en que nos conocimos, desde hace años Hernán y yo somos muy buenos amigos. Por fortuna ya superó sus temores y complejos. Ha vuelto a trabajar, aunque en un medio muy distinto al de la construcción: gracias a que desde niño tiene habilidad para el dibujo, puede hacer retratos a lápiz. Los vende afuera de los mercados y de las cantinas. No le va mal.

I

Nuestra amistad surgió de una circunstancia adversa: las complicaciones derivadas de la caída de un andamio orillaron a Hernán a someterse a varias intervenciones que al final resultaron inútiles: acabó mutilado de la pierna izquierda. A consecuencia de la pérdida le sobrevino una depresión terrible que lo inmovilizó, según me ha dicho. De milagro pudo superarla, pero se volvió irascible, retraído, apático.

Su padre, don Camerino –también obrero en la construcción–, al verse imposibilitado para comprarle una prótesis tuvo una ocurrencia: llevar a Hernán al taller de maniquíes donde él había sido aprendiz y pedir que le hicieran una pierna de fibra sintética que –más barata y liviana– bien podría servirle de apoyo y compensar la pérdida.

Hernán me dijo que cuando su padre le habló de ese proyecto a él le pareció algo descabellado y hasta macabro. Ofendido por lo que también consideró una pésima broma, durante varios días se mantuvo distante y silencioso. Ya más calmado y después de meditarlo un poco, reconoció que la sugerencia de su padre podía ser todo, menos mal intencionada. Por otra parte, no tenía más alternativa que la propuesta por don Camerino y le ofreció disculpas.

II

En aquella época yo era decorador de maniquíes en el taller. Mi trabajo consistía, sobre todo, en delinear cejas, caireles y boquitas sonrientes. Gracias a mis pinceles, los rostros femeninos, antes desnudos e inexpresivos, adquirían cierta vitalidad y –al decir malicioso de mis compañeros– apariencia de muchachitas alegres.

En una palabra: mi especialidad era decorar sobre todo figuras que luego eran exhibidas en los aparadores. (En mis caminatas dominicales por el centro, cuando reconocía a alguna de mis niñas alegres era feliz.) Mi patrón, don Saulo, lo sabía mejor que nadie, por eso me extrañó tanto que me encargara cuidar los detalles en la pierna falsa.

Hernán estaba empeñado en que fuera idéntica a la que había tenido. Para orientarme, se levantaba el pantalón y me mostraba la extremidad derecha, algo deforme y con varias cicatrices. Por más esfuerzos que hacía para darle gusto él siempre encontraba algo que le desagradaba.

Varias veces estuve a punto de decirle: Lo que usted quiere es que le devuelva la pierna que perdió. Entienda que ni yo ni nadie podrá hacerlo. Tiene que conformarse con esta. Si no dije nada fue porque recordé la vez en que mis compañeros y yo nos pusimos a pensar cómo actuaríamos si a los 28 años –la edad de Hernán entonces– nos viéramos en las circunstancias de Hernán: mutilados, sin empleo, llenos de incertidumbre y temores.

III

El proceso fue largo, pero al fin, después de muchas discusiones y enmiendas, logré satisfacer las exigencias de mi cliente. La mañana en que salió a la calle apoyándose en su nueva pierna fue para todos nosotros un inmenso motivo de satisfacción y alegría. Al despedirse de Hernán, don Saulo le dijo que si tenía algún problema y necesitaba una reparación, me llamara. Creí que iba a tardar en hacerlo. Me equivoqué. A la semana recibí el primero de varios telefonemas.

Inexperto en el manejo de la prótesis, Hernán sufrió algunos tropiezos. Los accidentes no pasaban de causar pequeñas fracturas en la extremidad o la pérdida de algún dedo del pie; sin embargo, como si se tratara de algo muy grave, me pedía ayuda a gritos. Entonces iba a su casa para analizar el daño, recoger la pierna en caso necesario y traerla al taller para hacerle la compostura. El accedía a dármela a cambio de que le prometiera devolvérsela lo antes posible y, sobre todo, no extraviarla.

Esa súplica me parecía muy extraña y una tarde le pregunté la causa de su temor. Me respondió que había empezado a obsesionarse con la posibilidad de la pérdida –otra– a partir de una pesadilla en la que un perro negro, alto, con ojos como brasas, se llevaba su pierna y se iba saltando por las cúpulas de las iglesias mientras él, arrastrándose, lo perseguía.

IV

La casa que Hernán compartía con su padre estaba en los altos de la tienda El Cairo, a siete cuadras del taller. Gracias a eso, en pocos minutos podía hacer el camino a pie. El de regreso era más lento. Me gustaba sentir la curiosidad y el asombro de los transeúntes al verme con una pierna humana echada al hombro. Mi felicidad era mayor si el curioso –mujeres sobre todo– me decía con voz temblorosa: Se lo juro: pensé que la pierna era de verdad.

Aunque por un segundo me pusiera en el lugar de un descuartizador, el comentario era un elogio a mi trabajo y a las habilidades que, con el tiempo y mucha práctica, me permitirían cumplir mi sueño de convertirme en escultor de imágenes religiosas, como el abuelo que me heredó su nombre. Crecí a su lado y lo quise como a un padre.

V

Así, entre una visita y otra, Hernán y yo forjamos una amistad basada en la confianza. Con los años se fortaleció y terminamos viéndonos como los hermanos que no habíamos tenido ni él ni yo. Últimamente he notado un cambio: hay momentos en que Hernán lleva nuestras conversaciones a un terreno que me parece sombrío, pero a él no: presiente que morirá pronto. Finjo tomarlo a broma y le digo que tiene que vivir por lo menos hasta que me haga el retrato que lleva años prometiéndome. Dice que no me preocupe. Lo tiene hecho y lo lleva dentro de su pierna hueca. Tan humana, tan suya.