annes. Exhibida fuera de competencia, un par de semanas antes de su estreno mundial, Rocketman, de Dexter Fletcher, fue el acto de Cannes desde ayer, cuando el objeto de la biopic se hizo presente para desfilar por la alfombra roja. Raro es que alguien del mundo de la música pop, tan lleno de tragedias y muertes prematuras, pueda fungir de productor ejecutivo de su propia película. Pero Elton John es un sobreviviente y ese es uno de los temas principales.
Aunque no soy fan de sus canciones –de hecho, el único disco suyo que tengo fue un regalo– ni conozco los detalles de su vida personal, es cierto que Rocketman es superior a la reciente Bohemian Rhapsody (cualquier cosa lo es), porque acepta de entrada ser un espectáculo musical que utiliza las composiciones de John para ilustrar los diferentes momentos de su ascenso hacia la fama y fortuna. No intenta ser una biopic puntual con los hechos. Además, no escamotea su preferencia homosexual como se hizo con Freddie Mercury (curiosamente, Fletcher fue quien completó Bohemian Rhapsody cuando corrieron a Bryan Singer).
Ahora bien, la película no está libre de clichés y ciertamente algo más profundo llevó a Reginald Dwight a convertirse en Elton John que el desprecio de su padre homofóbico (Steven Mackintosh) o la indiferencia de su madre (Bryce Dallas Howard). Por su parte, el actor Taron Egerton –más carita que el verdadero John– no hace una interpretación matizada del biografiado sino reproduce bien su exuberancia, así como su gusto por lo extravagante. Y tiene el mérito adicional de haber cantado con su voz y no hacer playback. Pero, en esencia, Rocketman es un superficial jugo de hits de la primera parte de su carrera, bien diseñado para el placer de sus incontables fans.
No podría ser más opuesta Dolor y gloria, la realización más reciente del manchego Pedro Almodóvar, una mirada introspectiva a su arte y sus amores. Sin ser abiertamente biográfica, aunque sí muy personal, la película se centra en Salvador Mallo (Antonio Banderas), cineasta retirado de su oficio porque sufre de depresión y diversos achaques que lo disminuyen físicamente. Una serie de rencuentros fortuitos –un actor junkie (Asier Etxeandia), una ex pareja (Leonardo Sbaraglia) que fue fundamental en su vida en el Madrid de la movida ochentera– el recuerdo permanente de su madre (una terrenal Penélope Cruz) y de su primer momento homoerótico, lo reconcilian de alguna manera con su existencia y lo inspiran a seguir creando.
Tampoco conozco la biografía de Almodóvar como para discernir qué es ficción o realidad. Lo indudable es la fuerza emotiva de su discurso y la serenidad con la que el creador asume su sutil carga dramática. Y el depuramiento de su oficio ha llegado a niveles igualmente admirables de madurez, sin pasar por la ostentación. (Yo quitaría las gráficas de cuando el protagonista describe sus múltiples dolencias, pero eso es cosa mía). Por su parte, Banderas consigue el mejor papel de su carrera a la fecha, haciéndonos olvidar con su discreta sensibilidad todas las malas actuaciones que ha cometido en inglés.
Único representante del cine hispanoparlante en la competencia, Almodóvar ha aspirado seis veces antes a la Palma de Oro sin obtenerla. Dolor y gloria podría ser la buena, si el jurado encabezado por el mexicano Alejandro González Iñárritu es receptivo a sus enormes virtudes.
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