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“Aquí no hay nada para mí” Leonardo Bastida Con el rostro serio, Juan Luis observa la fotografía de su grupo de primero de secundaria. Mientras lo hace, tacha con el dedo a aquellos compañeros que se fueron a “probar suerte” a alguna ciudad de Estados Unidos. De quienes aparecen en la imagen, sólo cinco de 20 se quedaron en San Cristóbal, una pequeña localidad ubicada en el corazón de Los Altos, Jalisco, con una población no superior a los dos mil habitantes. Juan Luis asegura que la mitad de quienes se fueron lo hicieron antes de acabar la secundaria, y la otra mitad, días después de la ceremonia de graduación del tercer grado. Por esa razón, es común observar en el bachillerato al que acuden las juventudes de la región grupos con solo dos o tres hombres y más de 20 mujeres. En este centro educativo confluyen estudiantes de los más de 10 pueblos de la región. La situación ha sido una constante en las pasadas décadas, con mayor énfasis en este siglo. El déficit de población juvenil es perceptible a simple vista. Las canchas de basquetbol y de futbol están vacías. En el parque sólo hay dos o tres grupos de jóvenes, cuya edad no rebasa los 15 años. Con mucha seguridad, podría afirmarse que en cuestión de meses, al menos la mitad de quienes están ahí estará residiendo en alguna población estadounidense. La mayoría de quienes recorren las calles son personas mayores de 60 años, quienes suelen resguardar las casas “estilo americano” que han mandado construir sus familiares con el dinero enviado desde “el norte”. Sin embargo, la mayor parte del tiempo están deshabitadas. Algunas, incluso por años. Las opciones de empleo son pocas. Entre ellas, sumarse a la ordeña de vacas para vender los litros de leche a algunas de las compañías de la industria de los lácteos asentadas en Lagos de Moreno, que suelen mandar todas las mañanas camiones con termos para recolectar los litros de leche pagando no más de 10 pesos por cada uno. La otra es vender la leche a Diconsa y recibir los subsidios correspondientes para productores de lácteos o sumarse a las labores del campo para limpiar los terrenos, sembrar un poco de maíz, chile y algunos otros productos y forraje, el producto más demandado en la zona para la alimentación del ganado; cuidar el ganado que pasta en los alrededores de la comunidad; o en caso de carecer de posibilidades de dedicarse a las actividades agropecuarias, incorporarse a una de las maquilas de la zona, donde el pago por seis días de trabajo no es superior a los mil 500 pesos. Estas empresas suelen enviar camiones para recoger al personal que vive en comunidades como San Cristóbal desde las cinco de la mañana para llevarlos a la planta industrial y estar a tiempo a las siete de la mañana para comenzar la faena laboral. El vehículo retornará alrededor de las siete u ocho de la noche con las mismas personas, exhaustas de prestar sus fuerzas a la elaboración de pantalones de mezclilla o piezas para algunos aparatos electrónicos o automóviles. Muchas y muchos tienen manchas en las manos y la piel, provocadas por algunos de los químicos utilizados en los procesos de manufactura. Quienes deciden emprender “el viaje”, suelen acudir a alguna ciudad donde estén sus familiares. La mayoría en Atlanta, donde radica un gran porcentaje de originarios de San Cristóbal, o en Carolina del Norte. Al igual que 30 por ciento de la población mexicana en territorio estadounidense, se suman a labores agrícolas, aunque muchos otros optan por ser parte de ese 20 por ciento dedicado a la industria de la construcción. En realidad, la mayoría está dispuesta a trabajar de lo que sea mientras la paga por hora les permita vivir y enviar dinero a su comunidad natal. Por esas razones, se suman a las labores de la industria restauranteras o a “la yarda”, consistente en el acondicionamiento de grandes jardines para algunos parques o espacios públicos o privados, o campos de golf. San Cristóbal ha sido una comunidad expulsora de migrantes desde hace décadas, incluso, antes del programa Bracero, de la década de los 40, con motivo de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, los patrones migratorios se han modificado de manera sustantiva. En un principio, quienes se iban, solían hacerlos por unos meses al año. Incluso, regresaban para cosechar en sus tierras y dejar lista la producción para que su esposa e hijos pudieran administrarla y venderla. El endurecimiento de las políticas migratorias ha provocado que este ciclo de migración circular se haya cambiado por uno de migración permanente, pues quienes se van, optan por no arriesgarse y perder la oportunidad de vivir en los Estados Unidos o bien correr el riesgo de tener que pagar fuertes sumas de dinero a un “pollero” para lograr llegar a su destino sin ningún problema. Incluso, se ha optado por comenzar a mandar dinero para que las familias alcancen a sus familiares, y tal vez, no regresen nunca. El promedio de edad del migrante mexicano en Estados Unidos es de 41 años, conformando a la población foránea más joven dentro de la Unión Americana. Situación reflejada en historias como la de Lalo, quien a sus 30 años ha recorrido más de 20 ciudades a lo largo de sus cuatro estancias dedicándose al oficio de la jardinería. En esta última vuelta, decidió llevarse a su esposa y sus hijos. Son casi las seis de la tarde y las calles continúan semivacías a pesar del repicar de las campanas para llamar a misa. Algunos jóvenes ya regresaron de sus actividades laborales y no más de tres o cuatro se juntan en el parque a platicar. Algunos de ellos, en algunos meses estarán trabajando en alguna ciudad “del norte” mientras que los otros, aunque deseen regresar a su vida “en el otro lado”, no podrán hacerlo, ya que, a pesar de ser menores de 30 años, fueron deportados, separados de sus familias y con pocas oportunidades para tener una vida mejor. •
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