Editorial
Ver día anteriorLunes 24 de diciembre de 2018Ver día siguienteEdiciones anteriores
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CDMX: escalada de muertes violentas
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a jefa del Gobierno de Ciudad de México, Claudia Sheinbaum Pardo, informó ayer que el índice de homicidios dolosos en la capital se incrementó en el curso de este año respecto de 2017, hasta alcanzar un promedio de tres asesinatos al día, aunque, de acuerdo con la funcionaria, en algunas jornadas de este mes de diciembre se han registrado hasta cinco homicidios.

Sheinabum afirmó que la Procuraduría General de Justicia (PGJ) revisa las estadísticas de este delito para determinar si en realidad hay un incremento de las muertes violentas o si la administración anterior dejó de reportar una parte. Asimismo, dijo que ya se realizan acciones para hacer frente a esta crisis, como la instauración de un grupo de inteligencia integrado por la Secretaría de Seguridad Pública y Protección Ciudadana y la propia PGJ.

Más allá de si las administraciones de Miguel Ángel Mancera (2012-2018) y José Ramón Amieva (2018) ocultaron o maquillaron las cifras sobre homicidios en la ciudad capital –asunto que debe esclarecerse en aras de la transparencia y la rendición de cuentas–, es indudable que en el sexenio anterior se experimentó en la capital de la República un gravísimo incremento de los fenómenos delictivos; la autoridad perdió el control de las calles en diversas delegaciones (hoy alcaldías) y barrios, y la percepción de seguridad se desplomó en forma inversamente proporcional. No puede soslayarse el contexto nacional del deterioro descrito: en ese periodo se mantuvieron la violencia delictiva y la ruptura del estado de derecho en el país, incluso crecieron respecto del sexenio 2006-2012, de por sí catastrófico en materia de criminalidad y muertes violentas, y la capital de la República no habría podido mantenerse al margen de tal escenario.

Sin embargo, no todo el desastre capitalino en materia de seguridad pública puede explicarse por el telón de fondo del resto del país: hubo también factores locales que agudizaron la situación, como el incremento de la corrupción en las oficinas públicas y el asentamiento en esta entidad de cárteles del narcotráfico. Aunque Mancera se empecinó en negar la presencia del tráfico de drogas y de sus organizaciones, la propia escalada de enfrentamientos entre éstas o con las fuerzas públicas hicieron inocultable el hecho de que para el narcotráfico la capital de la República se había convertido en una plaza codiciada.

En suma, la violencia delictiva y las muertes que por ello se han registrado este mes en la ciudad son, en lo fundamental, expresión de una herencia desastrosa, agudizada acaso por las afectaciones que pudieron haber sufrido las redes de complicidad entre funcionarios de las administraciones anteriores y grupos delictivos, a consecuencia del cambio de gobierno federal y local.

En la circunstancia actual, Ciudad de México habrá de ser una suerte de campo de pruebas del cambio de paradigma anunciado por la presidencia de Andrés Manuel López Obrador, y compartido en lo fundamental por el gobierno de Claudia Sheinbaum, en materia de seguridad y combate a la delincuencia: abandonar el énfasis en las medidas policiales y militares, y emprender el ataque a las causas profundas de la inseguridad, que son sociales y económicas.

La apuesta por abatir el desempleo, integrar a los jóvenes al trabajo o a la educación, combatir el lavado de dinero y la impunidad, fortalecer los servicios de salud y dignificar y sanear las cárceles, entre otras medidas.

En principio, tales acciones deberían reducir en forma significativa las expresiones de la ilegalidad, la violencia y el crimen. Por lo avanzado de sus leyes y programas sociales y por la sintonía entre sus autoridades y el Ejecutivo federal, la ciudad capital es un escenario privilegiado para demostrarlo.