ienvenida la corrección que hace el gobierno de AMLO al subsidio a las universidades y bienvenida también la reducción de sueldos de los titulares de la UNAM y IPN (aunque no tocan la costosa estructura burocrática). Son gestos importantes pero no van al fondo de la encrucijada que hoy vive la educación superior mexicana y, sobre todo, la pública y autónoma. Por un lado porque, con la promesa de abundante apoyo financiero, en estos pasados 30 años de políticas gubernamentales se empujó a las universidades a distanciarse radicalmente del sentido social crítico e incluyente que habían logrado en los años 60 y 70. Siendo públicas, adoptaron rasgos institucionales elitistas muy cuestionables: la extrema diferenciación interna de las retribuciones, la empresarialización de la investigación y la extensión universitaria, el reforzamiento de los mecanismos de exclusión (exámenes Ceneval o propios), las altas colegiaturas.
Multiplicar en todo el país o incluso fortalecer este modelo tal como está, no parece ser una opción para el nuevo gobierno. No sólo por razones financieras –en algunas los sueldos son desproporcionadamente altos
dice la SHCP ( La Jornada, 18/12/2018)– sino también porque el ser estructuralmente indiferente ante los jóvenes excluidos y cobrar por estudiar, tiene tintes muy fuertes de un elitismo impropio para una universidad pública de un país como México. Simplemente no cuadran
con la idea de educación superior que requiere un país en pobreza y con escaso desarrollo. Sin embargo, los titulares de las instituciones parecen no leer o a asimilar las implicaciones que ahora hace visibles la nueva administración y continúan en la estrategia de pedir más y hacer algunas declaraciones de austeridad. No hay respuestas a lo que son cuestionamientos de fondo y que obligarían a cambiar las estructuras actuales de la universidad, en el acceso, la gratuidad, la distribución de los recursos, la vocación social.
Por lo pronto la nueva administración ya está en proceso de crear no autónomas, sino 100 universidades concebidas como escuelas gubernamentales públicas, gratuitas, sin examen de selección, en todo el país. ¿Es esta una manera de decir que son estas escuelas la mejor respuesta posible a los cientos de miles de jóvenes excluidos en todo el país, las necesidades de conocimiento de las comunidades y regiones, los requerimientos de austeridad y eficiencia financiera y también de conducción austera y tersa? Si así fuera, se implicaría que las universidades quedarían aparte –como se pretendió en 1992 con la creación de 100 universidades tecnológicas. Serían nichos de calidad elitista y de investigación, para una fracción de las y los jóvenes de familias más favorecidas, pero –como probó la historia y ahora parece repetirse– carentes de recursos suficientes y con nulas posibilidades de ser el referente de la educación superior y multiplicarse. De hecho, a partir de ese 1992 ya no se crea una sola autónoma adicional en el país (salvo la de Ciudad de México) y el actual modelo universitario ciertamente no forma parte central del discurso gubernamental sobre educación. Sin embargo, es claro que el actual gobierno no piensa sólo en crear un nuevo modelo universitario y dejar a un lado al resto. De hecho, propone cambios estratégicos para toda la educación superior, en los que cabe perfectamente la universidad pública autónoma, y que pueden darle una base para convertirse y ser reconocido como lo que es, un elemento estratégico (libertad y autonomía) para la educación superior del país. El planteamiento contextual se encuentra en las declaraciones presidenciales que se refieren a la desesperanza de los jóvenes sin empleo y sin escuela, a la educación que responda a las regiones y comunidades y que sea sustento a un desarrollo económico propio de la nación.
En concreto, se propone una modificación constitucional que cambiaría en algo sustancial el actual modelo neoliberal de la pública autónoma. De acuerdo con la iniciativa de modificación del tercero constitucional ya en la Cámara, toda la educación superior sería gratuita y obligatoria. Se removerían así dos obstáculos fundamentales para la apertura de la universidad pública y autónoma a las mayorías del país y, con eso, podría colocarse en un nuevo horizonte social, muy distinto al de estas pasadas tres décadas. La respuesta a la situación actual, no corresponde sólo a los rectores, debe surgir de una convocatoria muy amplia a las comunidades universitarias a discutir con los titulares qué hacer para el futuro de la universidad.
P.S. La Belisario Domínguez, distinción muy merecida a Carlos Payán y a todos los jornaleros. Por crear y mantener un espacio para escribir y discutir cada día y desde hace casi 40 años la historia de los agravios y esperanzas de este país.
*Profesor-investigador UAM-Xochimilco