Espionaje, silencios y hallazgos
as páginas del caso de espionaje
del Gobierno de la Ciudad de México están salpicadas de misterios, de momentos inexplicables que sólo tendrían cabida en una historia de perversión del poder.
Los hechos que avalan lo anterior se multiplican. Hoy se sabe con certeza que el edificio marcado con el número 15 de la calle Márquez Sterling era pagado por el gobierno central de la Ciudad de México, concretamente por la Secretaría de Gobierno, pero era operado, en casi todo su espacio, por agentes de la Procuraduría General de Justicia, y decimos que casi todos porque un pequeño espacio sí estaba a nombre de la dependencia policiaca. Todo lo demás, cuatro pisos, lo manejaban agentes especializados de la procuraduría.
Lo que allí ocurría está cubierto por un espeso velo de misterio. Para empezar, el lugar tenía un nombre: se llamaba Coordinación General de Políticas Administrativas de Planeación y Organización (cualquier cosa que eso quiera decir), y tenía un jefe: el señor Héctor Hugo Morales García, quien apenas el 30 de noviembre pasado se negó al llamado a declarar de sus jefes en la procuraduría por motivos de seguridad
, según el escrito que remitió a la dependencia.
Otro misterio es el contenido de una caja fuerte que se hallaba en el cuarto piso del inmueble. Los interrogados aseguran que sólo un muy reducido grupo de personas sabía cómo abrir esa caja. Nadie tenía la combinación, y aunque hasta el fin de la semana pasada permanecía cerrada, era inminente que sus secretos –papeles, sólo papeles–, se ha declarado, le serían arrancados, tal vez ayer mismo.
Desde luego, en los cuatro pisos había mucha más gente asignada a los trabajos que se realizaban allí, pero a decir de personal de la propia procu, las declaraciones de quienes han sido citados han sido como una conversación con los tres chiflados. Pareciera que no entienden el idioma. Se les pregunta una cosa y responden otra.
Por lo pronto, nadie acierta a saber cómo era posible que existiera una dependencia del gobierno central operada por agentes judiciales, pagada por la Secretaría de Gobierno, asignada a un trabajo de espionaje fuera de toda norma y, al parecer, con contratos de arrendamiento de una empresa privada.
Quienes están a cargo de la investigación hallaron una libreta de visitas
en la que existen nombres de quienes asistían a reconocer ese centro, y aunque no parece gran prueba, sí da idea de quiénes sabían de las operaciones que ahí se realizaban; pero además, están seguros de que aun después del cambio de gobierno hay una mano que ordena silencio a quienes laboraban en el lugar, y aunque fueron pocas las evidencias que recogió la procuraduría, todas, nos aseguran, son sustantivas.
Entonces, la tarea en la que hoy se afanan muchos es precisamente eso: saber y demostrar quién tendió aquel espeso velo de sombras y silencios que guarda el edificio de Márquez Sterling y que hoy se encuentra en custodia de la Procuraduría General de Justicia de la Ciudad de México. Ya veremos.
De pasadita
El Senado de la República decidió otorgar la medalla Belisario Domínguez a Carlos Payán, el defensor de los derechos humanos, pero sobre todo al periodista, el hombre que buscaba en los cestos de basura las noticias que la cotidianidad, la inercia y aquella forma de gobierno que se negaba a morir, desechaba, para convertirlas en la de ocho, para iniciar una forma de periodismo que México reclamaba, y por la que él estaba decidido a luchar en todos los frentes, incluyendo el del cesto de basura.
Payán reclamaba a la historia la necesidad de contar la realidad. Olía que los tiempos de la verdad oficial
mermaban y le exigía al periodismo exhibir la entraña de un México enfermo, herido por la demagogia, la corrupción, pero sobre todo, la mentira; y así mostró que realidad en periodismo no necesariamente esta peleada con la historia. Reconocer que Payán es verdad es reconocer que hoy, más que nunca, la historia se debe escribir con la tinta de la realidad. ¡Salud, don Carlos!