Recuerdos // Empresarios (XCII)
a con coche y camión.
“Al automóvil, grande y negro, de motor potente y exterior asustante (?) nunca lo pintamos, ni aderezamos, y por sus heroicas actuaciones en los caminos le pusimos El siete vidas, y es que habiendo magníficas carreteras, por ejemplo la de los mil kilómetros de México a Monterrey, la mayor parte de los caminos que nos conducían a los pueblos lejanos de nuestras giras eran teóricamente intransitables. Digo teóricamente, porque en la práctica pasábamos siempre, gracias a la labor samaritana de otros viajeros más modestos que, sobre camionetas y camiones, se dirigían a los mismos pueblos. Apretados como sardinas, tocando guitarras y cantando, llevaban, al decir de ellos, boletos de empujar. Muy bien dispuestos como si el trabajo fuera parte de la diversión, jalaban, remolcaban o empujaban los coches que encontraban por el camino y que eran casi siempre los de los toreros.
“Sin toreros no hay feria –observaban– al tiempo que amarraban sogas y colocaban cadenas.
“Los toreros son, por lo general, gente divertida. No conocen la desmoralizante influencia de horarios, no les preocupa el dinero –una faena vale mucha plata y todos los de la coleta tienen la imaginación repleta de faenas–, y además no trabajan –si es que al torear se le puede llamar trabajar– más que 40 minutos por semana, a no ser en ferias, cuando quizás alcancen las dos horas de actividad. Pero a pesar de estas comodidades no sufren sus consecuencias hastiándose, como tantos jóvenes ricos que viven en circunstancias casi idénticas. ¡Al contrario! Son eternamente jóvenes, pues las ilusiones no envejecen y de ellas viven, más que nadie, los hombres de las arenas.
“Así, pues, entre la torería y los hombres de las sogas y cadenas, que iban muy felices a las ferias, existía una fraternidad espiritual. Todos íbamos a divertirnos.
“Llegado el momento del empujón, Asunción insistía siempre en aliviar el coche de su tremendo peso de 46 kilos. Salía de su lugar para meterse en el suave barro que nos rodeaba y era cosa sabida que se quedaba clavada en el lodo, bien sujeta por sus finísimos y altísimos tacones que usaba siempre. Todo esto con gran regocijo de los samaritanos.
“Estas escenas me traen a la memoria, vivamente, un viaje que hicimos a Teocaltiche. Habíamos aprendido, con los choferes de la región, a aislar el motor del coche con grasa y después de colocar el equipaje sobre la baca y levantar los pies del fondo del coche, lanzarnos al río. Pero esta vez el agua pudo más; El siete vidas se me quedó plantado en medio del río y tuvimos que acudir a los tostoneros, hombres del lugar, que empleando sus yuntas a cambio de unos céntimos, sacaban de apuros a los viajeros. Navegábamos jalados por bueyes, cuando pasó ante nosotros, con irritante superioridad, Carnicerito de México.
“No sabes conducir –me gritó, encantado de poder tomarnos el pelo.
“Carnicerito tenía un buen humor comunicativo; en el viaje que acabábamos de hacer a Mazatlán, nos habíamos divertido cambiando todos los zapatos de los que dormían en el coche-cama nocturno.
“Al salir del río, apenas habíamos caminado tres kilómetros, cuando lo alcanzamos. Estaba enterrado hasta los taparrabos en el lodo.
“Llegó mi turno. Pasé echando agua como una lancha.
“No sabes conducir –le grité.
“Y juntos los de ambos coches, esperamos que pasase alguna camioneta. El roncar de un motor y la melodía de una rancherita nos anunció la llegada de amigos. En aquella ocasión, cuando fue la hora de empujar, la soga se rompió y todos tomamos un baño. Bien sucios llegamos a Teocaltiche.
“En Teocaltiche le vi poner a Carnicerito un par de banderillas cortas cerrado en tablas, teóricamente imposible. Al verle citar, no pude creer lo que veía. ¿Cómo iba a salir de allí, por dónde? ¡Pues salió por arriba y sin que el toro lo tocara! Colocó el par y dando un salto –como solamente se lo he visto dar a él– quedó en pie sobre la barrera, fuera del alcance del toro. Estaba vestido de verde y oro, su franca sonrisa iluminada por el sol, sus ojos brillantes de triunfo. Muchos años después lo vi saltar en forma semejante. Pero en su rostro leí la sombra de la tragedia y en sus ojos el horror de la muerte.
(Continuará)
(AAB)