Volver a empezar
unque la experiencia nos era familiar, aquella noche previa a la nueva marcha nadie durmió. Durante los últimos años nos habíamos mudado infinidad de veces por causas ajenas a nuestra voluntad: desde el exorbitante aumento de la renta o el excesivo retraso en el pago de las mensualidades, hasta la venta del edificio en donde alquilábamos un departamento.
El cambio que estábamos a punto de emprender, a diferencia de los anteriores, había sido el resultado de una elección. Cosa rara, pasábamos por una buena racha. Mis padres pensaron que debían aprovecharla para mejorar nuestras condiciones de vida llevándonos a vivir a una nueva colonia en donde edificios de tres o cuatro pisos suplían a las vecindades, los supermercados a los mercados y las tiendas de ultramarinos a las misceláneas con nombres simpáticos: El pilón, El medio kilo, Las dos comadres, Los chonchos y La resbalosa.
Me doy cuenta de que aquellos pequeños establecimientos eran mucho más que comercios: nuestra tabla de salvación en los momentos de penuria (nos daban crédito) y centros sociales para las amas de casa: mientras conversaban con sus amigas podían vigilar desde allí los juegos callejeros de sus hijos.
Como todos los muebles estaban ya en el que sería nuestro nuevo domicilio, la noche anterior al cambio nos acostamos sobre colchas tendidas en el piso. Afrontamos la incomodidad con la misma emoción que si estuviéramos acampando bajo un cielo estrellado. La radio, único aparato disponible, permaneció sintonizada en la frecuencia a través de la que a diario oíamos radionovelas, concursos y programas musicales estelarizados por los crooners de moda y las grandes bandas.
II
Estábamos advertidos de que saldríamos de la vivienda muy temprano, según dijeron mis padres para ganar tiempo; pero más bien creo que eligieron ese horario para evitarnos la despedida de nuestros vecinos. Habíamos convivido con ellos durante años, desde antes de que naciera mi primo Alonso y de que mi hermana Nelly se vistiera de largo para hacer su primera comunión. Testigos de nuestros pequeños logros –la compra de un cochecito Dodge o el único viaje a la playa– nuestros vecinos habían hecho suyos los momentos significativos para nosotros: por ejemplo el día en que despedimos al primo Claudio porque se iba a un seminario de Montreal.
Meses después de que Claudio se fue, don Alfonso, el vecino del l3, conservó el mapa en donde tenía señalada con un círculo rojo la ciudad canadiense en donde iba a residir mi primo, admirado por su habilidad para tocar la guitarra y por la abnegación con que atendía a Jobita, su madre alcohólica.
III
Entendíamos que la mudanza temprana demandaba de nuestros mejores esfuerzos; sin embargo, insisto, aquella última noche en nuestra vivienda nadie durmió. Nos concentramos en los rumores externos, conversamos en voz baja, hicimos recuerdos de cuanto nos había sucedido en la vivienda 8 de una vecindad marcada con el número 75: una de las muchas del barrio y sin embargo para nosotros única, la mejor.
Ubicada entre el asilo y la cantina, concentraba la vida de 32 familias, algunas de ellas desavenidas, que en cierta forma se volvieron una extensión de la nuestra. Después de que salimos del barrio, con frecuencia recordábamos nuestra convivencia con ellas y las reuniones con motivo de cumpleaños, bodas, graduaciones o fechas tan especiales como la Navidad y el Año Nuevo.
Antes de firmar el contrato de alquiler del departamento en la colonia nueva, mis padres nos llevaron, a mis hermanos y a mí, a conocerlo; después fuimos a visitarlo dos o tres veces más con el resto de la familia. Desierto, con las paredes pintadas de color ostión –lo contrario al amarillo canario al que estábamos acostumbrados– y los techos altos, parecía inmenso, imposible de llenar; sin embargo pronto nos resultó insuficiente.
Antes de que llegáramos a esa conclusión tuvieron que pasar muchas cosas: el cambio de los abuelos maternos a nuestra casa, la renuncia de Claudio al sacerdocio, el ingreso de mi hermana Nelly a la Normal, el accidente de Alfonso, la boda de mi tía Irma con Octavio (su maestro de dibujo) y el nacimiento de su primer hijo.
Lo bautizaron con el nombre de Teodoro Belisario. Por desgracia nació con cierta debilidad en el cuello y en las piernas. Eso le daba el aspecto de un muñeco de trapo. Quiero decir: de un lindo y alegre muñeco de trapo al que adorábamos. Parecía destinado a una existencia muy limitada. Por fortuna no fue así. Se ha fortalecido mucho y es muy deportista. Ojalá que llegue a ser profesional.
IV
Hasta la fecha seguimos ocupando el departamento color ostión
. Si un día, por las razones que sea, tuviéramos que dejarlo, nuestra historia familiar quedaría escrita en sus paredes exactamente como en las viviendas anteriores: a base de marcas, perforaciones y las sombras que dejan en los muros los retratos cuando descienden de su galería.
Nada es seguro y los tiempos son difíciles. Puede suceder algo inesperado que nos obligue a salir de aquí. En tal caso haremos la mudanza muy temprano, si es posible al amanecer, para ganar tiempo y sobre todo para ahorrarnos el dolor de las despedidas. Decir adiós
nunca es fácil.