¡M
ilitarización!
, claman los críticos del plan que fue presentado el miércoles por el próximo gobierno para pacificar el país, reducir la violencia y reconstruir la seguridad pública; unos hablan con la preocupación legítima que deriva de la terrible experiencia de 12 años de violencia oficial como respuesta casi exclusiva a la criminalidad; otros lo hacen desde la hipócrita comodidad con la que hace unos años aplaudían y justificaban el desastre sangriento provocado por Calderón y continuado por Peña Nieto.
Poco se ha dicho, en cambio, sobre la mayor parte del plan, que no tiene nada que ver con policías, militares o guardias nacionales, sino con el combate a la corrupción; la reactivación de la pasmada procuración de justicia; la generación de empleo; la atención a las necesidades de educación y salud de la población; el respeto a los derechos humanos; la regeneración ética; la regulación de las drogas hoy ilícitas; la recuperación y dignificación de las cárceles y el impulso a un proceso de pacificación que pasa por cumplir con los principios de verdad, justicia, reparación y garantía de no repetición, la adopción de medidas de justicia transicional para procurar la desmovilización, el desarme y la reinserción de los delincuentes y la conformación del Consejo de Construcción de la Paz.
Es entendible: a fin de cuentas, el asunto más llamativo es el de los instrumentos coercitivos del Estado y el sobredimensionamiento de ese capítulo en el debate del día después retrata a una sociedad gravemente golpeada por la lógica de guerra del calderonato y del peñato y a la que le cuesta voltear los ojos hacia el significado profundo del documento, que es, ni más ni menos, un cambio de paradigma en la seguridad pública y el combate al crimen.
Parece ser que después de tantas muertes, desapariciones forzadas y atropellos, fosas comunes, feminicidios, ejecuciones extrajudiciales, secuestros, extorsiones y asaltos, la atención se queda fija en los combates y tiroteos y deja de lado las razones de fondo de la crisis que padecemos: la descomposición institucional y personal, la impunidad generalizada, la falta de espacios educativos, la miseria, la marginación, la desigualdad, el desempleo y la destrucción del tejido social. Y la apuesta (sí: ambiciosa) del Plan de Paz y Seguridad 2018-2024 es precisamente solucionar esos fenómenos. Así como la corrupción se barre desde arriba, la paz ha de construirse desde abajo y ello implica, además de la pacificación propiamente dicha, la edificación del bienestar y la restitución de la justicia.
Más aún: al contrario de la certeza típicamente derechista de la maldad innata, que lleva a reforzar la vigilancia y la sanción, y que desemboca en el llamado populismo penal –versión institucional y mediática del linchamiento–, el plan referido tiene como fundamento principal las convicciones de que las personas son producto de sus circunstancias, que es preferible la libertad a la prohibición, que la reinserción social es posible en la mayoría de los casos y que los victimarios suelen ser, a su vez, víctimas de una problemática social que puede y debe ser corregida.
Seguro tomará algún tiempo aquilatar ese cambio radical de paradigma propuesto en el documento presentado el martes por el presidente electo y su equipo. En lo inmediato, la discusión se centra en la conformación de una Guardia Nacional como principal instrumento policial a disposición del Ejecutivo federal, con disciplina y jerarquía militares y cuyos elementos serán capacitados y entrenados en instalaciones de las fuerzas armadas. No es, ciertamente, una figura original: hay corporaciones no combatientes con características muy semejantes en España (Guardia Civil), Francia (Gendarmerie Nationale) o Italia (Arma dei Carabinieri) con funciones de policía, pero acorde al mando operativo parcial o total, bajo el mando de los respectivos ministerios de Defensa. En cambio, el cuerpo propuesto para México no tiene nada que ver con la National Guard estadunidense, la cual es propiamente un conjunto de fuerzas de combate de reserva de carácter estatal comandadas de manera conjunta por el presidente y el gobernador de cada estado.
Una institución armada semejante, pero de carácter coyuntural, está prevista en nuestra Carta Magna, aunque no ha sido convocada desde el siglo antepasado. Por eso resultaba necesario readecuar el texto constitucional a la necesidad actual de disponer de una corporación de seguridad pública de carácter nacional.
¿Y por qué una policía militarizada? Porque al día de hoy el país no tiene cuerpos policiales confiables, capaces y profesionales para hacer frente a la crisis, porque no existe en la nación una institución capaz de formarla, como no sean las fuerzas armadas, Ejército y Marina, y porque, en efecto, es necesario devolver esas dos armas a sus funciones constitucionales a la brevedad posible.
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