ndependientemente de las consideraciones sobre cómo las instituciones de México deben afrontar la crisis de los miles de refugiados centroamericanos que se encuentran en Chiapas, la mayoría de ellos con el propósito de alcanzar la frontera norte de nuestro país e intentar llegar a territorio estadunidense, la circunstancia ha dejado al descubierto un hecho alarmante: la xenofobia que afecta a sectores sociales, medios y comunicadores.
Esta realidad es particularmente desoladora, si se considera que México ha sido por tradición una tierra de refugio, asilo y hospitalidad –hay numerosas pruebas de ello, desde la recepción de republicanos españoles por el gobierno del general Lázaro Cárdenas, hasta el cobijo otorgado a comunidades enteras de indígenas guatemaltecos desplazadas por la dictadura militar que causaba estragos en la nación vecina hace cuatro décadas.
Esa actitud parecía un sólido consenso nacional en el que participaban tanto la sociedad llana como las autoridades y organizaciones seculares y religiosas. Igualmente importante, nuestro país ha sido territorio de origen de una masiva emigración de refugiados económicos –y, en tiempos recientes, de desplazados por la violencia– hacia Estados Unidos; y la indignación por el maltrato de que ess connacionales son víctimas al norte del río Bravo ha unificado también a los mexicanos. Con estos antecedentes resulta espeluznante el alud de distorsiones, exageraciones, falsedades e improperios que han sido lanzados en contra de los centroamericanos y los extranjeros en general a raíz de la caravana de migrantes que se internó en el país hace unos días.
Si en los medios no se vacila en emplear el término militar de invasión
para referirse a la llegada de estos desplazados, en las redes sociales se cita la estrofa del Himno Nacional que hace referencia al extraño enemigo
que profana con su planta el suelo patrio. En la opinión xenofóbica más generalizada, los hondureños que emprendieron el éxodo de su país para intentar cruzar el nuestro agravarían la inseguridad y el auge delictivo y quitarían empleos a los nacionales.
No debiera ser necesario refutar semejantes alegatos. Ni la llegada de los desplazados a suelo mexicano ni el zafarrancho que tuvo lugar entre ellos y efectivos de la Policía Federal en días pasados justifican que se hable –otra hipérbole grotesca– de amenaza a la soberanía nacional
, ni hay motivo para pensar que los migrantes centroamericanos podrían agravar en forma apreciable el desempleo y la inseguridad que se abaten sobre la mayoría de los mexicanos.
Es deplorable que se dé por hecho –como lo hace con frecuencia el mandatario estadunidense sobre los connacionales nuestros en su país– un perfil de peligrosidad social en los recién llegados.
No hay razón tampoco para pensar que una recepción humanitaria y adecuada de los extranjeros signifique dar prioridad a su atención por encima de las que, ciertamente, se debe otorgar a los sectores más empobrecidos de nuestra población.
Tales descalificaciones, tan semejantes a las esgrimidas por Donald Trump contra los mexicanos que viven en Estados Unidos y de los que intentan llegar a ese país, dejan entrever el gravísimo deterioro moral de la sociedad, la ignorancia generalizada sobre las catastróficas situaciones sociales que imperan al sur del Suchiate, la fragilidad de la confianza en el país y la persistencia de temores atávicos e irracionales a los otros
, por más que, en una perspectiva histórica y cultural sean, en buena medida, iguales a nosotros.