Memorial del 68, iniciativa de La Jornada
La balacera disminuyó un poco, lo que muchos aprovecharon para refugiarse
Lectores del diario se convirtieron en autores y contribuyeron a reconstruir con sus narraciones un relato múltiple sobre el 2 de octubre
Viernes 14 de septiembre de 2018, p. 16
En Memorial del 68, publicado por esta casa editorial en 1993 por iniciativa de Daniel Cazés, quien entonces coordinaba la publicación de libros de La Jornada, los lectores de nuestro diario se convirtieron en autores y contribuyeron a reconstruir con sus narraciones un relato múltiple, de muchas voces, muchos ojos, desde la piel de cada quien. Aquí, algunos extractos de la obra colectiva.
Un médico ejemplar
Guillermo Aulet
La balacera disminuyó un poco, lo que aprovecharon los que habían quedado en la losa de la plaza para refugiarse entre las ruinas. Todos se arrojaban a las excavaciones como si se tratara de una alberca. Sobre nosotros caía la gente empavorecida. Junto a mí cayó una muchacha que intentaba huir. Tuvimos que forcejear con ella para impedirlo y salvarle la vida.
A los pocos minutos vuelve a intensificarse la balacera y un muchacho de 15 años cae herido de muerte cuando intenta alcanzar las ruinas. Su hermana grita desesperada:
–¡Por favor, soldado, una camilla, mi hermano está herido! Sus gritos son desgarradores, sobre todo cuando se da cuenta que el balazo le atravesó el vientre.
Una señora ya refugiada en las ruinas busca a su hija de escasos ocho años.
–¡Aquí estoy, mamá!
–¡Vente para acá m’hijita! –lo cual era prácticamente imposible: los soldados disparaban a quien se moviera. Fabio exaltado le dice a la madre:
–¡Señora, no sea usted estúpida! ¿Qué no ve que la pueden matar?
–¡Entonces no, hijita; ahí quédate, no te muevas! –La misma señora le grita a la muchacha que tiene al hermano herido en el regazo:
–¡Agáchese, güera, le van a dar!
Entre la balacera se escuchaban otros gritos y lamentos; estaba lloviznando y yo volvía a cubrirme la cabeza con mis brazos, y me enconchaba en mi afán desesperado por ofrecer el menor blanco posible. Sentía las detonaciones en la cara. El miedo a la muerte me hacía temblar como si tuviera malaria. Nunca he sentido nada igual.
Como a las 18:30, más o menos, una tanqueta disparó dos veces su cañón contra un cuerpo del edificio Chihuahua. Minutos más tarde apareció todo un personaje: era un médico amigo de nuestro maestro de pintura en la Prepa 7. Aprovechando una especie de tregua avanzó hacia nosotros con riesgo de su vida. Varios soldados le pararon el alto, pero él no obedeció nunca. ¡Que no se mueva, le digo! –gritó el capitán.
–¡Soy médico, señor, y cumplo con mi deber! ¡Tengo que ver a los heridos! ¡Acabo de atender a los soldados, también los civiles tienen derecho!
El valor a toda prueba de este hombre, su indignación sublime ante aquel execrable espectáculo, asombró a los soldados y a su capitán, quienes tuvieron que acceder. Pero era casi imposible pasar entre un apiñamiento de cuerpos entrelazados por el pavor, y mientras el médico pedía permiso para caminar, el capitán ordenaba:
–¡Píselos, píselos! Él le replicó indignado:
–¡No señor, si no soy soldado!
***
Bajo la metralla
Américo Saldívar
Sólo entonces, al ver pasar heridos, comprendí que no se trataba, como creí ingenuamente en los primeros minutos, de ningún simulacro del Ejército y la policía para amedrentarnos. Se trataba de un verdadero fuego cruzado entre ellos mismos, al centro del cual nos encontrábamos nosotros.
No recuerdo exactamente (eran como las 6:20 de la tarde); minutos atrás se habían iniciado el tiroteo y la matanza, cuando una lluvia pertinaz empezó a caer sobre nosotros, como disputando espacio a las balas. Yo me cubría desesperadamente la cabeza con las manos, creyendo que así evitaría que me la destrozaran. ¡Cuánta ingenuidad! Las balas calibre 45 atraviesan con facilidad dos cuerpos juntos. Extrañamente, toda la mitad izquierda de la explanada estaba descubierta. Yo, tumbado precisamente al centro de la misma y en la orilla del lado derecho. Por un momento temí que la tanqueta que acababa de subir me aplastara con sus pesadas ruedas, ya que rondaba muy cerca de mí. Al lado estaba tendido un soldado que disparaba su máuser casi a ciegas, aterrado, como estábamos nosotros. El tanque lanzó varias granadas que vi claramente cómo se incrustaban en el costado superior izquierdo del edificio Chihuahua.
De uno de los departamentos comenzaron a brotar grandes llamaradas. Como un metro adelante se oyó el sordo ¡paf! de una bala que se incrustaba en la cara de un manifestante. Alcancé a percibir cómo volaban sobre mí unas gotas de sangre o de sesos, no lo sé. En ese momento me invadió una mayor desesperación y un profundo sentimiento de impotencia y rabia. Sentí que todo se acabaría en unos momentos más. Todo me parecía oscuro e irreal. Con profunda tristeza, por mi mente pasaron las imágenes de mi madre, mi pequeña Emiko y mi compañera. El fin está próximo, esto es inevitable, pensé con amargura.
Fueron 45 largos e interminables minutos. Entre la tropa corrió la voz de alto al fuego. La balacera cesó y nos ordenaron levantarnos con las manos en alto. Con sus armas apuntándonos, varios soldados al mando de un teniente nos escoltaron a un grupo como de 200 personas a un costado de la iglesia. Éramos como prisioneros de guerra.
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Del 68 nacimos y del 68 vivimos
Luis del Arco Rosas
Clausuradas las Olimpiadas, esa misma noche salí a la calle con mi bote de engrudo y volantes que había preparado. Estaba convencido, a pesar de no tener contacto con nadie durante los juegos olímpicos y la ocupación de las escuelas, de que muchos otros compañeros harían lo mismo. Después de que el Ejército dejó las escuelas del Casco, el primero de noviembre pusimos una ofrenda de muertos con ataúd en Economía y montamos guardias en señal de duelo. Los vecinos nos regalaron flores y veladoras.
Al continuar con las brigadas en los camiones, yo la hice de orador, no sólo repartiendo volantes como antes. Me temblaban las piernas, la voz se me quebraba, la lengua se me trababa. Pero el movimiento afirmativo de las cabezas de los pasajeros y su atención nos daban ánimo. Se me aclaraba la voz y me esforzaba por dar elocuencia a mi oratoria.
Creo que desde entonces he hablado mucho tratando de informar, de explicar y de motivar para que hagan suya la lucha.
Después de 20 años tuve que tomar la palabra en el plantón informativo frente al Palacio de San Lázaro, junto con Rosario Ibarra y Cuauhtémoc Cárdenas, cuando asesinaron a mi hijo Ernesto y a sus amigos, José Luis, Jorge y Jesús, la noche del 20 de agosto de 1988. Ahí sentí que volvía a empezar. Además de temblarme las piernas, sentí que el cerebro me estallaba, que el llanto me quería ahogar las palabras y que, a pesar del ¡duro, duro, duro!
de la gente, la impotencia y la indignación no me permitirían lograr la elocuencia necesaria para exigir justicia para mis muchachos.
Veinte años… y la lucha por las libertades democráticas no ha sido suficiente para evitar las masacres.
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Selección de textos: Blanche Petrich