21 de julio de 2018     Número 130

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

Necesitamos aprender
de las democracias rurales


Otras democracias FOTO: Mayra I. Terrones Medina

Spensy Pimentel

Desde los años 90, el alzamiento zapatista en Chiapas llamó la atención sobre el potencial de la política pensada a partir de las comunidades rurales. Desde entonces, los indígenas mexicanos se han convertido en una referencia para numerosos grupos alrededor del planeta en busca de una renovación para las democracias representativas, que hoy son la base de los sistemas políticos en buena parte del mundo.

No fue la primera vez que esto sucedió en la historia de las Américas. La propia Constitución de los Estados Unidos de América, referencia para el paradigma liberal que se extendió por el mundo a partir del siglo XIX, había sido fuertemente influenciada por los análisis que los colonos hacían de los sistemas indígenas de gobierno. En el medio marxista, hasta hoy, la obra de Mariátegui es citada como ejemplo de reflexión influenciada por el contacto con el movimiento indígena peruano.

A pesar de todo esto, los sistemas indígenas de gobierno, deliberación y consenso siguen poco estudiados y aún envueltos en generalizaciones y estereotipos. Es raro encontrar estudios académicos dedicados a analizarlos. Incluso en la antropología, las etnografías no suelen ponerlos en destaque, citándolos apenas en pasant. En cuanto a las demás disciplinas, y particularmente la ciencia política, la ausencia es aún mayor. Incluso en los llamados partidos políticos y movimientos sociales más progresistas todavía prevalece la idea de que las comunidades indígenas y rurales están ahí para ser adoctrinadas, cuando podrían darnos lecciones valiosas sobre la convivencia democrática.

El potencial de las asambleas comunitarias es a menudo subestimado por los que consideran imposible que puedan servir como ejemplo para sistemas que abarquen a millones de votantes. Pero, paradójicamente, sabemos que el epicentro de nuestra crisis política ocurre en el ámbito local. El poco compromiso de diputados y senadores con su electorado comienza por el hecho de que muchas veces no hay un sistema que favorezca la construcción y la imposición de propuestas de las comunidades. Imaginemos, por ejemplo, sistemas informáticos que emulen asambleas ampliadas, manteniendo vínculos permanentes entre los representantes y los electores. ¿Y si tuviéramos plebiscitos revocatorios automáticos, en ciertos puntos clave del mandato?

Veamos el sistema de rotación de cargos, común en tantas comunidades mexicanas. Ahora, imaginen si lo aplicáramos a nuestros espacios políticos municipales, regionales o incluso nacionales. Por ejemplo, ¿y si el gobierno de un estado se quedara a cargo, en cada período, de representantes de una región diferente? ¿Y si la Presidencia de la República fuera rotativa? ¿O si fuera sustituida por una Junta?

Todo esto, por supuesto, por ahora es sólo un ejercicio de imaginación. Pero, en un momento como el actual, puede ser útil buscar inspiración para miles de comunidades en nuestros países que parecen perdidas ante la corrupción generalizada en el sistema político, frente a partidos entre los cuales la lista de patrocinadores dice más que la línea programática, o de candidatos que cada vez más se parecen a personajes programados por algoritmos de internet.

Un paso fundamental, además de ejercitar la imaginación, es superar prejuicios. La idea de tomar resoluciones por consenso, por ejemplo, suele causar escalofríos a algunos. Hay que observar que un consenso bien lapidado puede ser una solución mejor que una votación en muchos casos. Todos ceden -un poco- y todos pueden sentirse suficientemente contemplados.


También los jóvenes hacen sus asambleas

En el contexto neoliberal, desde los años 90, el impulso para la renovación de esos sistemas locales se ha reforzado, sea por el retroceso del Estado en la asistencia básica a los ciudadanos en varios campos, o incluso por la tremenda desorganización generada por el avance del narcotráfico en México, ante gobiernos impotentes o corruptos, en México y en otras regiones de América Latina. Ese es el telón de fondo para el surgimiento de iniciativas como la Policía Comunitaria de Guerrero, las Juntas de Buen Gobierno en Chiapas, el Congreso Nacional Indígena, o incluso la reanudación de los Consejo de Mayores, entre los nahuas de Jalisco.

Incluso en áreas de América del Sur donde actuaron los llamados “gobiernos progresistas” desde 2000, hay innumerables iniciativas, sean de reacción al crimen organizado de las madereras entre los Urubu Ka’apor de Maranhão, o a grandes proyectos de “desarrollo” como entre los Munduruku, del Pará, o entre pueblos de la Amazonia peruana. Todo ello, por supuesto, sin hablar de las tantas conexiones que podrían ser investigadas entre esas iniciativas democráticas locales y los grandes proyectos de renovación del Estado, como en Bolivia y en Ecuador.

Comentaba el escritor brasileño Ariano Suassuna que aún es común encontrar en libros sobre historia del arte la afirmación de que “el teatro nació en Grecia”. A lo que él respondía: “a mí me parece una cosa absolutamente clara que lo que nació en Grecia fue el teatro griego». Se puede decir lo mismo de la democracia: lo que nació en Grecia fue la democracia griega.

Muchas otras democracias nacieron y siguen naciendo y renaciendo en innumerables comunidades rurales y urbanas a lo largo de las Américas sin que los “expertos” perciban la riqueza a la que seguimos dando la espalda, mientras que nuestros sistemas políticos siguen rápidamente como fábricas de ladrones.

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