igrar es hoy, como pocas veces en la historia, una de las actividades más peligrosas del mundo. De acuerdo con estimaciones presentadas ayer por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), en sólo dos días al menos 220 personas murieron ahogadas en su intento de atravesar el Mediterráneo desde África hacia las costas europeas. Se trata de un alarmante pico en el número de víctimas de esta tragedia, habida cuenta de que la cifra anterior representa casi la mitad de los 517 decesos registrados en los primeros tres meses del año por la Organización Internacional para las Migraciones, y que además se suma a los 48 migrantes que fallecieron ante las costas tunecinas el pasado 3 de junio.
Dado que el cálculo se realizó a partir de los testimonios ofrecidos por los sobrevivientes de dos naufragios, rescatados el martes y de otro más el miércoles, no considera a las posibles víctimas de incidentes a los que nadie haya sobrevivido, o que no hayan llegado al conocimiento de autoridades y organizaciones occidentales.
Estas muertes se han convertido en parte de una macabra cotidianidad, producto, por una parte, del colapso del Estado libio –cuyo gobierno asumió durante años la tarea de retener a quienes intentaban alcanzar el Mediterráneo desde el África subsahariana– y, por otra, de un endurecimiento de las políticas europeas de rechazo a los migrantes y otorgamiento a cuentagotas de asilo. Aunque la situación actual diste del álgido punto alcanzado entre 2014 y 2015, cuando murieron más de 3 mil personas por año, en los hechos esta política de los países integrantes de la Unión Europea significa una condena a muerte para quienes enfrentan el dilema de perecer víctimas de la violencia en sus regiones de origen o perder la vida en la travesía hacia el norte.
La situación de los migrantes no es menos angustiosa del otro lado del Atlántico. Los mexicanos y centroamericanos que buscan ponerse a salvo de la violencia delictiva que se encuentra fuera de control en toda la región se enfrentan, primero, a la amenaza de sufrir todo tipo de vejaciones por parte de los grupos criminales y las autoridades que operan en colusión con ellos dentro de nuestro país, y después con el muro de xenofobia que Donald Trump ya levantó con sus políticas, aunque no haya logrado concretarlo físicamente. En efecto, la decisión de Trump de tratar como criminales no sólo a quienes cruzan la frontera de manera clandestina, sino incluso a quienes se presentan ante las autoridades en busca de asilo –violación abierta de la legalidad internacional– ha tenido efectos devastadores cuya expresión más baja fue el enjaulamiento de niños, algunos de apenas dos años.
Amén de una lacerante insensibilidad y un desprecio absoluto por la vida humana, lo que tienen en común las prácticas de las naciones desarrolladas
en ambos lados del Atlántico, es el cinismo de unas clases políticas que con una mano emprenden toda suerte de intervenciones militares y acciones de desestabilización, brindan su apoyo a regímenes autoritarios y cleptómanos en los países del sur, mientras con la otra cierran la puerta a quienes huyen de las regiones asoladas por los efectos de dichos actos o por un modelo económico que no ofrece alternativas dignas para las mayorías.
Se trata, en suma, de una catástrofe humanitaria que sucede todos los días ante nuestros ojos, sostenida mediante la absurda especie de proteger la seguridad nacional
o el nivel de vida de los países hacia los cuales se dirigen personas y familias en busca de refugio. Proteger las vidas de los migrantes y garantizar su derecho al asilo es un imperativo legal, tanto para sus Estados de destino como para los de tránsito, caso que toca encarar a México.