En lo que va del presente siglo la caficultura mexicana está viviendo una profunda crisis que exige un cambio de rumbo. Y los productores organizados han asumido el desafío y buscan afanosamente alternativas propicias y transitables.
De que lo logren dependerá el futuro del aromático mexicano, de cientos de miles de familias que lo cultivan, de varios millones de trabajadores que se emplean en las pizcas y de muchos más que habitan en zonas cafetaleras y aunque no lo produzcan ni cosechen, están amarrados a los destinos del grano.
Pero del tipo de transformaciones que se operen dependerá también el panorama socio ambiental de regiones de gran importancia ecológica en las que un cambio generalizado en el uso del suelo, acompañado de pérdida de cobertura arbórea, sería una tragedia ecológica de incalculables proporciones.
Una primera gran mudanza de la caficultura campesina mexicana resultó de la brutal caída de los precios que siguió a la cancelación, en 1988, de los acuerdos económicos de la Organización Internacional del Café.
Enfrentados a la perspectiva de desaparecer, los caficultores organizados buscaron mercados con mejores precios. Y algunos los encontraron en compradores europeos solidarios dispuestos a pagar más y a sostener las cotizaciones, siempre y cuando el aromático tenga calidad, se produzca en cooperativas, se comercialice sin intermediarios y no se empleen agroquímicos sintéticos en su cultivo.
La conversión al manejo que llaman “orgánico” no fue sencilla pues supone un cambio de cultura agrícola y asociativa que no todos pueden ni quieren dar. Aunque en algunos se facilita porque de por sí no emplean insumos sintéticos, de modo que pasan de cosechar café “natural” a cosechar café orgánico, mediante una simple certificación.
Aterrizaje suave que a la larga tendrá un costo pues, pese a la conversión, la productividad técnica se mantiene baja. Y en los que sí empleaban algunos insumos comerciales y para certificarse como orgánicos, dejan de hacerlo sin compensarlo con otras prácticas; el rendimiento físico incluso disminuye aunque por el sobreprecio aumente el económico.
Aun así, la de los ochenta del siglo pasado es una verdadera revolución productiva, organizativa y cultural que transforma la vida familiar y comunitaria.
Desde hace un lustro, la caficultura mexicana vive una nueva crisis tanto o más profunda que la de hace treinta años, pero que no se origina en el mercado, sino en el desplome de la producción por causa del aumento general de la temperatura, la modificación del régimen de lluvias y la plaga de la roya.
Si en 1989 los precios del grano se redujeron en 50%, ahora fueron las cosechas las que cayeron a la mitad: de 5.1 millones de sacos en 2013-2014, a 2.3 millones en 2015-2016. Y aunque después se recuperaron un poco, en 2017 seguían estando más de un tercio por debajo de las de hace un lustro. Esto, sin considerar la disminución de la calidad, resultante de que las altas temperaturas aceleran la maduración del fruto, que debiera ser lenta para lograr el sabor deseado.
Desajuste que desquicia también la situación del mercado así como el comportamiento de los actores corporativos y gubernamentales, provocando un corrimiento en la correlación de fuerzas en principio desfavorable a los pequeños productores y sus organizaciones.
El cambio climático está detrás del presente desaguisado. Pero el comportamiento de la caficultura ya era insatisfactorio desde hace un par de décadas durante las cuales la producción nacional del aromático se había estancado. Y también eran malos los rendimientos, de por sí bajos y pasmados.
Parte del problema radica en que los caficultores con huertas de menos de dos hectáreas, que son la mayoría, tienen por lo general plantaciones viejas y rudimentariamente atendidas. Lo que incluye a los que se convirtieron a manejo orgánico; que modificaron sus prácticas lo mínimo necesario para obtener la certificación, pero en muchos casos siguen ordeñando huertas casi silvestres. Y estos frágiles cafetales son inmisericordemente golpeadas por la roya.
Otro peligro son las trasnacionales, que se antojan patrocinadoras de la roya, pues algunas de las formas de enfrentarla favorecen el modelo que ellas preconizan: plantaciones a pleno sol menos susceptibles al hongo, en vez de variedades arábigas cafés robustas de menor calidad y precio adecuados para producir solubles; empleo intensivo de agroquímicos y, en términos generales, apuestan por la cantidad más que por la calidad.
Como a principios de los noventa del siglo pasado, hoy sobrevivir es cambiar. Muchos no seguirán adelante y migrarán; otros dejarán el café y tumbarán sus huertas; otros más seguirán el rumbo que marcan el gobierno y las trasnacionales del sector, en lo que sería una regresión; pero algunos, los más visionarios, decididos y enérgicos encontrarán su propio camino a una nueva caficultura campesina. Camino que supone una verdadera revolución.
Para el cambio climático y la roya no hay soluciones mágicas ni recetas universales válidas en todas partes. Hay variedades más resistentes que otras pero no inmunes, porque además el hongo muta y otras plagas y enfermedades acechan.
Pero todo indica que la clave para adaptarse y convivir con factores disruptivos que no remitirán pronto es tener huertas bien puestas y bien manejadas. Lo cual incluye la ubicación; el tipo de suelo; la multiplicación de las variedades de café; la estructura de la plantación: densidad de los cafetos, tipo de árboles de sombra, simbiosis con otras especies útiles; la suficiencia y oportunidad de las labores; la calidad y buen manejo de los insumos biológicos… Y claro, en el resultado también cuentan las buenas prácticas de cosecha, que debe ser en varias vueltas para pizcar puros frutos maduros; el beneficiado húmedo oportuno; la selección cuidadosa de los granos…
Una huerta débil y sin vitalidad cae presa de todas las plagas y enfermedades. Una huerta sana y vigorosa también las sufre pero se sobrepone más fácilmente. “Esta es la lección que nos deja la roya”, dicen los caficultores.
Pero nada de esto es posible sin organización. Pobres en lo económico, carentes de servicios avanzados, remontados en las sierras, dueños de huertas pequeñísimas y víctimas de políticas públicas insuficientes, inoportunas, inadecuadas y clientelares, los caficultores campesinos e indígenas son, sin embargo, uno de los sectores más globalizados de nuestra economía y a la vez uno de los más golpeados por los efectos del cambio climático, retos mayúsculos que solo agrupados podrán enfrentar.
Y lo harán. Lo harán porque ya lo han hecho. Gracias a la organización sobrevivieron al cataclismo de los primeros noventa y operaron la primera fase de una revolución productiva que hoy tienen que completar. Transformación que incluye la reconversión de la huerta y su mejor manejo, el reordenamiento que esto supone de la diversidad de actividades familiares, la adecuación de las organizaciones de caficultores a los nuevos desafíos…
Habrá depuración y quizá recambio generacional. No todos los actuales caficultores conservarán sus huertas y no todas las organizaciones que hoy existen serán capaces de responder a los nuevos retos. Los que queden podrán sentirse orgullosos de que salieron vivos y renovados de una nueva crisis: ¿Te acuerdas de cuándo se fue el Inmecafé? ¿Te acuerdas de cuándo llegó la súper roya?...