ientos de miles de personas tomaron ayer las calles de Barcelona, la capital de esa comunidad autónoma española, para protestar por el encarcelamiento y la persecución política que el gobierno de Madrid ha emprendido desde hace seis meses en contra de los dirigentes del independentismo catalán.
Según un reporte de la policía local (Mossos d’Esquadra) la manifestación congregó a unos 315 mil ciudadanos y contó con el apoyo de organizaciones no necesariamente secesionistas, como las dos principales centrales sindicales de España.
La marcha fue convocada por la Asamblea Nacional Catalana y por el colectivo Ómnium Cultural, cuyos principales dirigentes son mantenidos en prisión por el gobierno de Mariano Rajoy. Otros, como el ex presidente de la Generalitat (gobierno autónomo) Carles Puigdemont, han debido exiliarse para escapar a las órdenes de aprehensión.
La represión judicial y policial contra Cataluña se desencadenó tras la celebración del referendo sobre la soberanía convocado por la Generalitat y la subsecuente declaración de independencia (en suspenso) proclamada por la Generalitat (legislativo regional) en octubre del año pasado. El régimen español no sólo llevó a la cárcel a los más destacados políticos independentistas, sino que invocó el artículo 155 de la Constitución para disolver las instituciones de la comunidad autónoma y organizar allí, por mano propia, unas nuevas elecciones que de todos modos fueron ganadas por las formaciones separatistas, por un margen estrecho.
Con estas acciones, el gobierno de Rajoy no sólo no consiguió desalentar a quienes desean fundar en Cataluña un país independiente y republicano –a diferencia del Estado español, que es monárquico– sino que reforzó la causa del secesionismo y se exhibió como autoritario, intolerante e incapaz de resolver por medio de la política una añeja y compleja reivindicación nacional.
La marcha multitudinaria de ayer en Barcelona pone en evidencia lo contraproducente de la estrategia represiva adoptada por La Moncloa, pues fue no sólo una ratificación de los ánimos separatistas que caracterizan a buena parte de la sociedad catalana sino también una protesta ante el estrechamiento de las libertades fundamentales en toda España y las crecientes tendencias autocráticas del gobierno madrileño, tendencias que coartan los derechos de todos los españoles a la libre manifestación y a la libertad de expresión.
Tarde o temprano, las autoridades de Madrid, sean del signo que sean, tendrán que entender que la crisis catalana no puede solucionarse mediante la cárcel, la violencia policial y la persecución, sino que tiene que pasar por una reformulación general del Estado surgido de la transición política tras el fin de la dictadura franquista. En otros términos, y al margen del rumbo que tome el secesionismo catalán, la Constitución de 1978 y el orden institucional prescrito en ella no dan para más.