bel Barrera era seminarista cuando, en su natal Tlapa, Guerrero, vio cómo la policía judicial y el Ejército bajaban de la Montaña a indígenas amarrados como si fueran animales. Los traían caminando, salvajemente golpeados, con la ropa raída y los pies desnudos y ensangrentados.
Los policías, que se ostentaban como la ley y el orden, con pistola al cinto, los acusaban de haber matado, robado o violado. Los llevaban hasta la comandancia, en pleno Zócalo, y después de torturarlos, los dejaban atados en la calle para el escarnio público.
No era un hecho casual. Sucedió una y otra vez. Algunos de los detenidos ni siquiera llegaban hasta la ciudad. Simple y sencillamente los colgaban en el camino.
Corría la década de 1970 y los mestizos de la ciudad aplaudían el espectáculo, que alimentaba su fantasía del indígena bárbaro. Ya bajaron a los indios. ¿Qué harían esos salvajes?
–decía en voz alta la gente de razón para justificar sus prejuicios–, y se contestaba: es que arriba en la Montaña de por sí matan, de por sí violan, de por sí roban.
Abel Barrera fue marcado a fuego por esta barbarie. Lo llenó de una indignación que no lo ha abandonado. ¡Esto no es posible! ¿Cómo es que tratan a los indígenas como si fueran lo peor?
–se decía a sí mismo. Él los conocía de primera mano. Visitaba regularmente sus comunidades junto a los sacerdotes. Los indígenas los recibían y les ponían en la mesa todo cuanto tenían. Sin embargo, al llegar a Tlapa, las autoridades les daban el trato más cruento, más vil. Intrigado y sacudido por la justificación que sus paisanos daban a este mal trato, Abel se preguntaba a qué se debía que estas acciones delincuenciales fueran aplaudidas, justificadas y vistas como algo que ayudaba a poner orden.
Desde muy joven vivió en carne propia la injusticia racial. Nacido en 1960, tenía apenas 10 años cuando sus padres, dedicados en aquel entonces al comercio, buscaron a otro niño con el que él jugara. Era frecuente en Tlapa que los niños y los jóvenes indígenas llegaran a las casas de los mestizos como mozos. Juan se llamaba su nuevo amigo, y aunque no dominaba el español, se entendían bien entre ellos. Sin embargo, cuando llegaba la hora de la comida, y Abel quería comer con Juan, sus papás no lo permitían: él tiene que irse a otra mesa –ordenaban.
–¿Por qué? –reclamaba.
–Porque él es el mozo –le contestaban.
–Quiero comer en el mismo plato con él –exigía.
Pero no había forma de hacerles cambiar de opinión.
Ese mundo revoloteaba en lo más profundo de Abel. ¿Por qué –se preguntaba– si ellos son tan nobles, si juegan conmigo, si me alimentan, se les da ese trato?
No era asunto exclusivo de su casa. Así eran las cosas en Tlapa. Abel veía a los indígenas bajar de sus comunidades, cargando sus productos, después de caminar 10 horas, sólo para que en el Jale (la entrada de Tlapa), los mestizos les arrebataran las gallinas, los guajolotes y les mal pagaran por ello. Y si alguno exigía un trato justo, la policía municipal se encargaba de echarlos a la cárcel acusándolos de robar a los comerciantes.
Abel interiorizó todas esas injusticias y las hizo suyas. Nunca ha podido aceptarlas. Pero encontrar la respuesta a qué hacer con su indignación le tomó tiempo. Decidido a ser cura y teólogo, estudió en seminarios de Chilapa, en Guadalajara y Tehuacán. Allí definió su ruta: la de la opción por los pobres para ayudar a que ellos encuentren su propio camino de liberación.
Sin embargo, no siguió adelante con el sacerdocio y entró a la Escuela Nacional de Antropología e Historia. La antropología le ayudó a mirar más, le dio herramientas para comprender, le abrió el panorama. Entendió mucho mejor el mundo de los pueblos, su cosmovisión, su cultura, su razón de ser.
Interesado por la antropología jurídica (impulsada en mucho por Magdalena Gómez), se sumó a un proyecto con Ofelia Medina para luchar por la liberación de presos indígenas y regresó a Tlapa. Empezó a escribir historias de vida de indios recluidos, y a corroborar lo que había visto en su niñez y juventud. Encontró encarcelados en Tlapa, a hombres golpeados y maltratados, que no hablaban español y que ni siquiera sabían por qué estaban detenidos. En sus casos no había delito, no había debido proceso, no había nada, pero igual estaban encarcelados.
Abel visitaba a las esposas de esos presos y les preguntaba cómo le hacían para sobrevivir si sus maridos estaban presos. La respuesta que encontraba era invariablemente la misma: trabajando en el campo, yendo a la parcela, cuidando chivos. Eran –recuerda– dramas que calaban muy hondo.
Fue cuando, junto a un grupo de maestros bilingües, Abel decidió hacer algo que fuera más allá de la denuncia pública; algo que ayudara a documentar las arbitrariedades policiales y meterlas a los canales de la lucha jurídica. Inspirados por experiencias como las del Centro Miguel Agustín Pro o la del Fray Bartolomé de las Casas, decidieron trabajar en el terreno de los derechos humanos e impulsar procesos organizativos desde las comunidades. Buscaban ayudar a superar el círculo vicioso de las movilizaciones populares guerrerenses que enfrentan represión y desapariciones con levantamientos armados y tumbando gobernadores, pero que padecen una sociedad civil endeble.
Al calor del levantamiento zapatista y la irrupción de los pueblos indios en Guerrero, fundaron en junio de 1994 el Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan. Desde de esa fecha, Abel no ha dejado de luchar un solo día por la reconstitución de los pueblos originarios.
Guerrero es el laboratorio de la contrainsurgencia. Desde hace 24 años, Abel Barrera ha escrito la bitácora del dolor, la discriminación y la impunidad que ésta ha dejado a su paso, y también de la digna resistencia que la enfrenta. Hoy, Abel se encuentra delicado de salud. Es como si el sufrimiento y el dolor acumulados a lo largo de todos estos años le hubieran pasado la cuenta. Esperemos que se recupere pronto. Hace mucha falta.
Twitter: @lhan55