a toma del ingenio azucarero morelense Emiliano Zapata por parte de un grupo de jornaleros agrícolas que reclaman un aumento de sus exiguos ingresos, así como una mejora de las precarias condiciones en que desarrollan su labor, se realiza en el marco de una jornada de lucha contra la inadmisible explotación de que son víctimas los trabajadores del campo en México.
No se trata, sin embargo, de una situación coyuntural ni de un conflicto de origen reciente; por el contrario, la suma de atropellos que de manera sistemática se cometen contra ese sector de la sociedad configura una historia de injusticias que se arrastra desde los orígenes mismos de esa modalidad de trabajo: retribuciones insuficientes, total desprotección en materia de prestaciones sociales, jornadas extenuantes, carencia de asistencia y servicios médicos, malos tratos, extorsiones, abusos sexuales a las mujeres y violaciones constantes a los derechos humanos elementales constituyen el duro pan de cada día para miles de personas que cuando levantan la voz para denunciar su condición ante las autoridades laborales o policiacas, sólo encuentran en el mejor de los casos indiferencia y en el peor la criminalización de sus legítimas protestas.
La jornada de lucha, y dentro de ella la toma del ingenio Zapata se producen justo cuando se cumplen tres años del conflicto que tuvo como epicentro el Valle de San Quintín, Baja California, y como protagonistas a jornaleros agrícolas que, como los que ahora se manifiestan en Morelos, elevaban prácticamente los mismos reclamos que estos últimos. En esa oportunidad los trabajadores se dirigieron al gobierno estatal bajacaliforniano para exigir un incremento de sus casi inexistentes prestaciones, un aumento salarial y mejores condiciones de trabajo; ante la actitud prescindente de aquél, desencadenaron una huelga que fue secundada por la mayoría de los jornaleros que entonces laboraban en la entidad. Después de largas negociaciones en las que participaron –además de los trabajadores– representantes de empresas y autoridades de los tres órdenes de gobierno, se logró un acuerdo de 13 puntos, algunos de los cuales eran meramente declarativos, como el que proponía que las partes condujeran sus acciones presentes y futuras en un ambiente de absoluto respeto a la ley
. El hecho es que más allá de algunas mejoras superficiales, y por ende secundarias, la situación de los jornaleros no varió de manera sustancial, especialmente en lo que a salarios y prestaciones se refiere.
Un año después de la huelga, el resultado no era favorable para los trabajadores: las mejoras de fondo sencillamente no fueron atendidas y muchos de los acuerdos ni siquiera fueron respetados por los empresarios. Finalmente no se formalizaron el pago de aguinaldos y horas extras, el descanso en días festivos y la incorporación como derechohabientes al Instituto Mexicano del Seguro Social. Del reparto de utilidades, ni hablar.
La conjunción de empresas con políticas de empleo decimonónicas y sin la menor sensibilidad social, unas autoridades laborales que se inclinan por defender más a los dueños de las compañías que a los trabajadores, y cuerpos policiacos que cuando éstos denuncian los ignoran y cuando se manifiestan les dan trato de delincuentes, arroja como resultado que al paso de los años nada mejore para los jornaleros del campo mexicano.
Más allá del desenlace que tenga el conflicto en Morelos, mientras la legislación no considere seriamente la situación de los miles de hombres y mujeres que trabajan a cambio de un jornal –y los organismos encargados de aplicar las leyes no cumplan con su cometido cabalmente– es difícil que mejore la condición de ese sector productivo, uno de los más castigados de nuestro país.