Recuerdos Empresarios (LXXIII)
amos con el tercero...
Antes de entrar en materia, me referí a la empresa que actualmente rige los destinos de la plaza México, cuyos manejos han dejado que desear: ganaderías cuyo historial es mejor ignorar; novillos adelantados; carteles en los que hubo de todo; combinaciones de lujo y otras como para llorar, y para aquellos (los de lujo), astados pobres de presencia y por ende protestados; reservas
preparadas en calidad de obsequios
, todo esto por abusos y exigencias de apoderados y representantes.
Y, más: la absurda exigencia de Joselito Adame, que motivó que el público le mostrara la espalda en posterior tarde.
Burlas y tomaduras de pelo al por mayor.
* * *
Este tercer caso
lo titulé Carlos González Alba y veamos por qué.
En columnas anteriores me referí a sus variados pasos por la fiesta: ayudante de empresa, segundo de a bordo, empresario y ganadero.
Así que, obviamente, a su faceta de empresario habré de referirme y a por qué lo considero el número tres de la serie.
Cuando Carlos se hizo cargo de la plaza México, lo que dejara su antecesor fueron abusos, imposiciones, envidias que culminaron con la pérdida del mercado taurino de Sudamérica y una mala imagen, con los de casa –toreros, ganaderos, apoderados, informadores, personal– y, para acabarla de amolar
, con aficionados y asistentes.
Obviamente, las taquillas se resintieron en serio, así que el cuadrito
encontrado era para desalentar al más pintado.
Así que cuando llegó a la oficina mayor de la plaza México y al sillón de mayor importancia en la oficina en las calles de Berlín, las opiniones, casi unánimes, eran que no duraría mucho en el puesto.
¿Cómo fue, entonces, que pudo superar tantos problemas, tantos resentimientos y no pocos presagios?
Él, lo he mencionado, era un hombre tan paciente como se afirma en la Biblia lo fue el santo Job: sabía escuchar, dialogar, contemporizar, así que las buenas voluntades pronto estuvieron con él, pero hubo más, mucho más y más importante.
Comprendió que si eso era de gran importancia, tenía que ponerse en el lugar de quien hacía y hacer posible la buena marcha de la fiesta.
El público, y que yo sepa, eso fue siempre lo primero que Carlos tomó en consideración.
A taquilleros, acomodadores y vendedores les leyó la cartilla y procuró conversar con ellos, así como cambiar opiniones continuamente, insistiéndoles en que era en beneficio de todos y no de unos cuantos; una tarde en que estaba recorriendo las taquillas por fuera, se dio cuenta de que un par de revendedores estaban queriendo abusar, así que los llamó y les dijo que a la próxima él sería el primero en ver que los detuvieran.
Así, veía por el público.
Cuando un ganadero de polendas que iba a lidiar al domingo siguiente le pidió ocho barreras para su familia, Carlos le dijo que con gusto la empresa le obsequiaría cuatro y que el resto tendría que pagarlas.
El peticionario
se enojó y lo amenazó, diciéndole que hablaría con el licenciado Baillères, ya que no toleraría un desaire de esa naturaleza.
Pocos días más tarde, don Carlos Orozco, segundo en el escalafón del licenciado Baillères mandó llamar a Carlos y le preguntó porque se había comportado así con el ganadero.
Le respondió, desarmándolo.
Nunca lo traté de mala manera ni le dije alguna mala palabra, pero a usted quiero recordarle que eso de cuatro barreras de cortesía a los ganaderos fue un acuerdo que tomamos en una junta anterior, porque si no esto iba a convertirse en algo incontrolable.
Un buen tiempo después, se supo, el licenciado Baillères lo felicitó.
Cuando Carlos, gracias a la primera de sus hadas madrinas que lo premió con su primer gran premio, renunció a seguir en la gerencia y aquel ganadero que lo había acusado
–bien lo recuerdo– declaró a un diario deportivo que le preguntó su opinión acerca del adiós, de esta manera: Créame, lo vamos a extrañar
.
Y razón tuvo.
* * *
Señorita María de la Paz (sin apellido), espero haber cumplido a su pregunta.
Don Gilberto Durán Torres, no creo haberme refriteado
algún artículo anterior.
(AAB)