a presencia de cuerpos de vigilancia armados en la UNAM no representa una alternativa real para erradicar la venta de droga y sí, en cambio, pondría a su comunidad ante un riesgo mayor.
Combatir un problema donde hay armas, poniendo más armas, es sin duda un despropósito. Y lo es más aún cuando está de por medio una comunidad mayoritariamente joven acostumbrada y formada en el goce de libertades.
Los mexicanos llevamos más de una década padeciendo los estragos de una fallida estrategia militarizada que ha puesto las armas del Estado frente a las armas del crimen, con consecuencias funestas que seguimos lamentando.
El origen de la compraventa de estupefacientes responde principalmente a una situación multifactorial y compleja, que ha avanzado paulatinamente debido a la descomposición social y al avance irrefrenable de vicios como la corrupción y la impunidad.
Así, el narcomenudeo se extendió en todo el territorio nacional y alcanzó a las universidades públicas y privadas, las cuales de ninguna manera deben ser vistas como las causantes del problema.
La presencia armada de los llamados narcomenudistas en los campus representa, en sí misma, una agresión que indigna, atemoriza a los universitarios y violenta el ambiente de paz, de reflexión y de libertad indispensables para el desarrollo de la vida académica. Ante esto, corresponde al Estado –a nadie más– cumplir con una de sus obligaciones fundamentales: garantizar la seguridad a la sociedad.
La esencia y el diseño de las universidades son la antítesis de la violencia. Por eso resulta injusto que se les exija confrontar al crimen. Fueron concebidas para cumplir sus tareas de docencia, investigación y extensión de la cultura, y su objetivo es no sólo generar y compartir conocimiento –ya de por sí una tarea tan encomiable como fundamental para el desarrollo de una sociedad– sino también busca proveer a las personas de una formación integral, con responsabilidades y valores personales y cívicos.
El fin último de las universidades entonces no es, en modo alguno, perseguir y confrontar delincuentes. No les corresponde y simplemente no cuentan –ni quieren contar– con los elementos para hacerlo.
El reciente enfrentamiento en la zona de los frontones de la Ciudad Universitaria de la UNAM, donde dos narcomenudistas resultaron muertos de bala, ha generado nuevos cuestionamientos a la autonomía universitaria, en particular a si es ésta un dique para el ingreso de las policías al campus. Nada más equivocado.
Es claro que la autonomía no es sinónimo de extraterritorialidad y que los delitos son delitos dentro o fuera de la universidad y, por lo tanto, deben perseguirse y castigarse.
Pero ese no es el punto. Lo que en realidad debe valorarse más allá de todo ese falso debate es si el ingreso de las policías o una presencia permanente de éstas en el campus ofrecería a los universitarios una mayor seguridad y, sobre todo, si en verdad lograría erradicar el narcomenudeo. Me temo que no.
En ningún sitio del país, que se tenga noticia al menos, se ha podido comprobar que el descabezamiento de los cárteles de la droga haya conseguido acabar, o al menos menguar, el negocio de la compraventa de estupefacientes. A la caída de un capo surge de inmediato el o los sustitutos y el negocio continúa.
Es por todo esto que la estrategia de contención del fenómeno resulta particularmente complicada para una institución académica.
Hace apenas unos días, el rector de la UNAM informó a los universitarios el reforzamiento de las medidas de seguridad que se han implementado desde el inicio de su gestión.
Se trata de una serie de acciones que requieren de inteligencia, cuidado y prudencia, entre las que destaca el estrechamiento en la colaboración con las autoridades encargadas de procurar la justicia, que permita perseguir el delito, castigar a los delincuentes y buscar, al mismo tiempo, la disminución de la demanda interna.
Para una institución como la UNAM, la tarea resulta ciertamente difícil. Pero es preferible la prudencia a la estridencia. Nadie desea una escalada de violencia en la universidad nacional, pues a fin de cuentas los libros y la cultura nunca han tenido una buena relación con las armas.
*Periodista