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Tecozautla Una ritualidad viva Tania Guerrero Collazo Doctorante en el Posgrado de Historia y Etnohistoria en la Escuela Nacional de Antropología e Historia. [email protected] En la cabecera del municipio de Tecozautla, en el estado de Hidalgo, el Carnaval es un proceso ritual que coincide con la preparación de la tierra para la siembra y tiene el propósito de garantizar el bienestar agrícola y social del pueblo. Santiago Apóstol en su advocación de caballero, es la figura central de esta festividad, como protector del pueblo. La fiesta de Carnaval en el pueblo de Tecozautla se compone de una serie de rituales de carácter bélico y un proceso de purificación para iniciar un nuevo ciclo.
Los pobladores lo refieren como una guerra que recrea por un lado las batallas de Santiago contra los moros y por otro, los conflictos étnicos y territoriales entre los diferentes barrios y localidades del pueblo que se resuelven anualmente con procesiones, “juegos” o “peleas de banderas”, visitas de cuadrillas a otras localidades y con la cascaroniza, práctica que se lleva a cabo todos los días de la festividad como un símbolo de la disminución de tensiones y cuyos colores simbolizan la abundancia en el campo. Para algunos mayordomos el Carnaval es una metáfora de la batalla entre la sequía y la fertilidad. Es durante este tiempo ritual que se busca el equilibrio para recomenzar la vida. En Carnaval se piden las condiciones atmosféricas propicias para la agricultura -y el bienestar en general-, y en la Fiesta Patronal de julio se ofrecen las primicias de ese ciclo agrícola y se agradece en especie o dinero las bendiciones obtenidas, colmando de ofrendas a las imágenes religiosas. La importancia de estudiar el Carnaval radica en la posibilidad de analizarla etnográficamente como un documento histórico vivo, como un dispositivo cultural en el que intervienen numerosos elementos que propician las interacciones entre sus miembros, ratifican la identidad de los pobladores como pertenecientes a un pueblo con una memoria histórica viva, fortalecen la memoria colectiva y mantienen la cohesión social necesaria para enfrentar los conflictos tanto internos como externos que se presentan.
Su reproducción está garantizada por un sistema de cargos que se constituye por una mayordomía de más de cien integrantes que renuevan su cargo cada nueve años y que es dirigida por una mesa directiva precedida por un presidente y por dos personajes rituales que aparecen exclusivamente en el Carnaval: los xitá y los moros. Los primeros, que conservan su nombre original en otomí: xitá que significa viejo o ancestro, son hombres que -por una manda al Señor Santiago- cumplen el cargo durante siete años y se presentan disfrazados -generalmente de mujer- y enmascarados; se burlan de la sociedad, la autoridad y el orden social. Los moros son -paradójicamente- la guardia que escolta las imágenes religiosas, particularmente las de Santiago, cuya importancia es vital durante todo el Carnaval. Cumplen su cargo durante 7 años igualmente mediante una manda con el Señor Santiago, pero a diferencia de los xitá, este cargo pueden asumirlo mujeres y niñas también. Conseguir un caballo para las procesiones rituales es otro de los deberes de los moros. El tránsito de imágenes -que sucede durante toda el Carnaval- es una de las fortalezas de las fiestas de la región y su devoción ratifica las relaciones de reciprocidad entre grupos domésticos, barrios y localidades y reafirma rutas de peregrinación y límites territoriales. En el tiempo ritual carnavalesco coinciden personajes que no son del mundo de los vivos, como los xitá, los moros y las imágenes religiosas. Los muertos y los antepasados se relacionan con los vivos no sólo en los días de difuntos, sino también durante el Carnaval. Cada año se espera la llegada de peregrinos de otros barrios del pueblo o de otras localidades y municipios que llevan sus imágenes a convivir con la imagen celebrada. Los cargos de recibir y alimentar cuadrillas y peregrinaciones, así como de prestar imágenes, recaen en las familias y éstas los transmiten de generación en generación y desde ese espacio doméstico se reproducen estas relaciones.
Perteneciente durante la Colonia a la Provincia de Xilotepec, el pueblo de indios de Tecozautla se sujetó a la disposición del guardián de la parroquia de Xilotepec a principios del siglo XVII, el franciscano Fray José Pérez, para celebrar procesiones y alabanzas durante los días previos al miércoles de ceniza, con el fin de evitar las expresiones idolátricas de los naturales. Además de llevar en hombros las imágenes de los respectivos barrios, y celebrarlas con pífano, tambor y chirimías a la sombra de las huertas, en esta fiesta fueron incorporándose expresiones propias de los grupos étnicos que componían la congregación: otomíes, pames, mecos o cruzados, nahuas, españoles, mestizos y mulatos. Así fue como el xitá, muy propio del pensamiento otopame y el moro, personaje de gran importancia en el pensamiento europeo medieval, coincidieron en tiempo y espacio en el Carnaval de Tecozautla, de acuerdo con el cronista del pueblo, Simón Manríquez Gomiciaga (1966). Según nos refiere la señora Consuelo, del barrio de Las Rosas: “... lo sacaban a Santiaguito y le dan su fiestecita en las huertas. Ya todos murieron los que lo hacían. Lo regresaban en la noche a la Iglesia y lo traían de regreso dos días, y había xitás que se vestían de mujer y traían el escándalo, eran los que hacían la fiesta. Y los moros con su turbante iban delante de los santitos y algunos listones adornaban su sombrero. Iban a caballo ellos. Mucha gente iba, había personas que daban de comer…” (Doña Consuelo, entrevista 2016). Durante los días previos al miércoles de ceniza, estética y ritualidad otomí se combinaron con el despliegue barroco inherente a la devoción de Santiago Caballero, santo patrón de soldados españoles que lucharon contra los rebeldes naturales denominados chichimecas en el presidio fundado en el pueblo de indios de Tecozautla. Xitás otomíes y moros de la tradición cristiana se enfrentaron armoniosamente, propiciando el despliegue de prácticas rituales que fortalecieron la etnicidad de sus participantes ante la presión del proyecto colonial. Actualmente el Carnaval en el pueblo se recrea, renueva, refuncionaliza y resignifica a sí mismo manteniéndose vigente. Cada generación y cada mayordomía imprime sus propias adecuaciones y reinterpretaciones y selecciona los elementos que considera imprescindibles para su reproducción. El sistema ceremonial es producto de su complejo entramado histórico y la devoción a Santiago es crucial en la identidad de sus pobladores. Las innovaciones, a veces incomprendidas por los más duros conservadores, son una muestra de la creatividad de los pueblos para mantener sus tradiciones, fortalecer sus sentimientos de identidad y perpetuarse como grupo. Los cambios y actualizaciones que sufre el sistema ceremonial del pueblo demuestran que está más vivo que nunca.
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