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Venezuela El Santo Negro, sincretismo en
María Ríos Rondón [email protected] Las fiestas son parte fundamental de las manifestaciones de la cultura. En tal sentido, Clarac en su texto La cultura campesina en los Andes venezolanos, menciona que ellas están situadas en el calendario religioso festivo: “El año tiene tres periodos principales, ya que se divide en tres grupos de cuatro meses cada uno: cuatro tiempos fuertes (octubre a enero); cuatro tiempos débiles (junio a septiembre) y cuatro meses de transición (febrero a mayo, transición hasta la fiesta de San Isidro). El calendario ritual se distribuye durante el año, con sus respectivos momentos de preparación. La división del calendario festivo religioso descrita por Clarac aplica para el estado de Mérida, en Venezuela, pues en otras regiones del país celebran con otro calendario. Entre los santos celebrados en Mérida están: San Isidro, San Benito, San Rafael, Santa Rita y Santa Cecilia, nombrados por los violinistas y los músicos de las comunidades y las fiestas a las cuales pertenecen. La fiesta de San Benito de Palermo exhibe rasgos de impresiones e interpretaciones hechas a partir de varias visitas hechas a esta celebración. Esa descripción de sensaciones, fuertes sonidos y aromas a pólvora sólo se da en la búsqueda del etnógrafo en el vertiginoso presente cargado de lo propio e intangible de las realidades campesinas. La experiencia vivida en la fiesta de San Benito de los días 27 y 28 de diciembre de 2006, 2009, 2010 y 2012, celebrada en Mucuchíes, Mérida-Venezuela, tenía como propósito el encuentro con el violín andino y su vigencia. La búsqueda pretendía el reconocimiento de sus intérpretes, y más aún, el encuentro con sus allegados del campo de esa zona. Los momentos vividos en la fiesta de San Benito, los guardo con una gran significación, por lo que invoca, lo que se vive y lo que representa para quienes adoran al santo negro. Al adentrarme en esta celebración a lo largo de unos años, progresivamente me fue develado cómo lo profano se hizo un lugar en lo sagrado. Esto se dio espontáneamente, gracias a todo aquello representativo de la herencia afrodescendiente en nuestra venezolanidad, simbolizada en el tambor, en ese africano que lleva en los hombros a San Benito en las calles de Mucuchíes y de otras localidades de los estados de Zulia, Mérida y Trujillo. Al son del baile de los giros de la cofradía de San Benito, el santo en hombros, entra a la iglesia con el toque de tambores retumbando, y se fusiona con esos elementos cristianos. Es un todo claramente unido por el espíritu negro que conforma a los giros (danzantes), y su condición de criollos vestidos con un colorido traje de satén y un sobrero redondo tricolor. Es el sincretismo asumido y representado desde dos vertientes del subconsciente de los seres de esa fiesta andina venezolana. En esta fiesta es importante considerar también el componente indígena en nuestro mestizaje. Clarac, en su texto Dioses en Exilio, comenta: “En la misma fecha de la fiesta de San Benito, los indígenas tenían una fiesta correspondiente al solsticio de invierno, para celebrar el sol, se pintaban con hollín y sus mojanes subían a lo más alto de la montaña a hacer ofrendas y sacrificio al sol, luego bajaban y todos bailaban”. Es decir que la fiesta de San Benito en Mucuchíes tiene una antigua raíz indígena. Es importante comprender la cultura afro en América para identificar su influencia. Hay rasgos traídos en la mudanza de la época colonial desde África, hacia su nuevo hogar en nuestro continente americano, en los que persisten costumbres, ritos y tradiciones. Los africanos separados de su contexto geográfico, en el cual la religión ocupa un lugar que responde a su hábitat, a calendarios, a fiestas, a santos, a ritmos de trabajo, y a organización social, y vino a cumplir el mismo papel en el corazón de nuestros pueblos indios. Esa irrenunciable herencia negra cobra aún hoy día una muy relevante presencia, vistosidad, significación, existencia y corporeidad. Esta mixtura cultural termina por ofrecernos una explicación coherente en la lectura exacta del verdadero mestizaje, con todas sus consecuencias y continuidades expresivas. En esta mudanza de los africanos, vino con ellos todo lo que los constituía culturalmente. Por ello, la significativa presencia y toque de los cueros, de los tambores oriundos que llegaron de África e hicieron presencia en la fiesta de San Benito. Quienes participan en la fiesta simulan ser negros, al pintarse la cara de negro. La fiesta de San Benito inicia temprano, en la localidad de Misintá, en la que le oran al santo al amanecer y le hacen una misa a primera hora del día. Los giros de la cofradía de San Benito van vestidos con traje tricolor amarillo azul y rojo confeccionado con satén, también llevan un sombrero redondo tricolor. Ellos llevan durante todo el recorrido una maraca en la mano izquierda y un bastón en la derecha. Salen a la calle cargando al santo en hombros. En otro punto de Mucuchíes que se llama El Pantano, se forma el grupo de los artilleros que tienen los trabucos con la pólvora. En el encuentro bailan y se unen para tejer y destejer el sebucán para honrar al santo. Hacen una danza ritual de mucha presencia que se llama la danza de frente, en la que agitan su maraca, entrechocan sus bastones y golpean el suelo. Luego prosiguen hasta la iglesia a través de las calles del pueblo en un recorrido al son del sonido de las piezas grabadas para el baile de los giros. A esta procesión se incorpora un grupo de giros devotos de otro sector de Muchíes que se llama la Mucumpate. Por último, se suman al recorrido los artilleros con sus trabucos, quienes van disparando pólvora, acompañados de la banda de guerra. Al llegar a la plaza de Mucuchíes detonan tantos trabucos que crean una nube de pólvora en honor al santo. Al llegar los giros a la iglesia se forman las comparsas y le bailan cada una al santo. Posteriormente entran con el santo en hombros y lo ubican en un altar dispuesto para él. Salen a la puerta de la iglesia, para celebrar la misa para el pueblo de Mucuchíes y sus visitantes. Las pláticas con niños, hombres y mujeres del Mucuchíes del siglo XXI reflejan su convicción y religiosidad. Hay incluso una valiosa aportación de un integrante de la fiesta, quien comenta: “Que en tiempos de la guerra de independencia el coronel Salas no aprobaba que su mujer fuera devota de un santo negro, pues no daba crédito de que un negro pudiera ser santo. Y en un apuro del Coronel invocó la fuerza de San Benito, para ayudarle en un asunto de la guerra, y para no perder tierras, poniendo por delante como promesa hacerle una fiesta con pólvora. El Santo lo ayudó y el coronel cumplió su promesa y de ahí nació la fiesta con trabucos y pólvora en honor a San Benito. El vínculo de la fiesta de San Benito con el calendario católico permite descifrar el significado de los componentes de esta fiesta, la potencia de los trabucos y su pólvora. Michaelle Ascencio, en su texto De que vuelan, vuelan, imaginarios religiosos venezolanos, comenta: “Los creyentes son ciudadanos, y las creencias religiosas constituyen un dato sociológico que entra en la conformación de los valores, en la representación social del individuo y de la sociedad, en la construcción de los imaginarios y de las mentalidades, en fin, de cuentas”. Quienes participan en estas fiestas son el humus de estas tradiciones, son el vástago social que sostiene las creencias de un grupo humano. Rosa Cecilia, vecina que fue mi informante clave, me mostró momentos y personas de mucha importancia, como el mayordomo de la fiesta, los promeseros, los giros de la cofradía de San Benito, la mini marcha de niños, la banda de guerra y la sociedad femenina. La pólvora es el motivo de conexión con una gran fuerza superior de gran significación. Representa una ofrenda, que puede ser interpretada como parte de la fuerte potencia de este elemento festivo en devoción al santo en cuestión, que, dicho sea de paso, ha sido el motivo de que los músicos no participen en esta celebración. Luis Ismar, mayordomo de la fiesta de San Benito, explica que los músicos sufrieron las consecuencias de la pólvora tanto en sus violines, como en sus oídos: “Cuando nosotros recibimos la sociedad, aquí estaba viniendo una banda no... Música con trompetas y esas cosas no… eso se eliminó porque ellos tocaban mucho el pasodoble y entonces no, no era la música autentica y se eliminó, entonces seguimos con los violines, pero teníamos el problema de que como fue creciendo mucho y rápido la artillería, ellos los que hacen el disparo, entonces como se llama…, con el impacto, se reventaban las cuerdas se abrían los instrumentos y en algunos casos se reventaron los oídos, entonces eso era un gasto y un problema enorme, porque aparte de lo que teníamos que pagarle a ellos por su trabajo, teníamos que atenderle lo de los oídos y pagarles los instrumentos, y mire que un violín en ese entonces no era muy caro, pero sí, costaba treinta cuarenta mil bolívares.. Dígame… y así fue que mandamos a grabar… A partir del año 1986, tiene 21 años, entonces grabaron una cinta ellos, los del conjunto… En un radiecito portátil”.
Es evidente el carácter totalmente dinámico y cambiante de la cultura. El violín cómo elemento musical, rasgo importante dentro de las fiestas andinas, pierde presencia física en dicha fiesta, pero perpetúa su participación a través de un medio tecnológico. Alejándonos del etnógrafo, pasamos a una mirada de ese mismo etnógrafo que asume ese registro con una cámara fotográfica. El artista creador de imágenes, está inmerso en un mundo de realidades que le son ajenas y pertenecen al gran baúl de riquezas ancestrales transferidas de generación en generación, como bienes culturales y patrimoniales de un pueblo. Una fotografía que escapa de esta carga consiente es una fotografía de turista, de transeúnte, despojada de esa mirada que busca en lo que tiene a su alrededor más que luz y color. Esa fotografía hecha inadvertidamente y desprovista de esa postura de dominio de contenidos luego termina como un subproducto en las cadenas de comercialización y consumo de la “industria” que exporta bienes culturales rellenando catálogos de la mal llamada “cultura popular”. El fotógrafo se toma la tarea de establecer una dialéctica con la realidad en esa pretensión perpetua de percibir, retratar y expresar lo que de ella emana pero que de cierta manera sólo a ella le pertenece. En esta mirada desprovista de juicios hacia esos contextos, es posible desechar y abandonar esa dirección de la mirada en los estereotipos de la cultura popular de las fiestas tradicionales. Para ello, se debe renunciar a una cierta imposición estética que ha minado y desgastado lo que encontramos a lo largo de la historia de los medios impresos, los cuales nos han educado a mirar lo mismo siempre, a mirar del mismo modo todo, y a dar una suerte de carga invisible a grandes y potentes rasgos enriquecidos de la cultura. En esos rasgos potentes quedan encapsulados y lanzados al olvido valiosos hechos o importantes personajes de la cultura, que en la mayoría de los casos, actúan para sí mismos, o para sus contextos. En las actualizaciones de la cultura en la cual hay puntos de giro hacia nuevas necesidades de producción y re-creación de los valores de un pueblo, encontramos conflictos por necesidades y deseos de abandono consiente de importantes procesos culturales que están en la obligatoriedad de revisión y transformación.
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