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La fiesta grande Segunda parte En San Andrés Totoltepec se celebran dos estruendosas fiestas anuales, las dos dedicadas a San Andrés. Una se realiza por los días del santo y la otra en Corpus Cristi. Y esta segunda, llamada la fiesta chica, ha provocado tensiones entre el pueblo y la iglesia. El asunto es conflictivo pues los curas dicen que en Corpus Christi los actos de culto deben dedicarse a la Eucaristía. Pero la gente dice que no, que también la fiesta de junio está dedicada a San Andrés, quien por esas fechas años atrás hizo llover cuando en medio de una larga sequía lo sacaron en procesión. Y si el cura esconde al santo para que se concentren en el cuerpo y la sangre de Cristo, los feligreses se insurreccionan. Siempre es lo mismo. Cuando se quemó la iglesia “la gente llegaba no preocupada por el templo, sino por la imagen del santo -dice un lugareño- Ni por el Santísimo preguntaban”. Por suerte, a San Andresito sólo se le chamuscó la capa. El San Andrés de Totoltepec es un santo peculiar que hace milagros, protesta haciendo temblar la tierra, si se le pide hace llover para que no se pierdan las cosechas y le han puesto en la mano derecha una mazorca negra que remite a las raíces agrarias del pueblo. Fondo campesino que se ratifica el 29 de noviembre cuando, después de la misa de gallo, se le da a cada asistente un grano de maíz. Una antigua costumbre que a los curas se les atraganta. Cuenta un vecino: “Pusimos al padre a repartir maicitos. Y me dice: ‘Eso, ¿qué?’. Mire, le contesté, podría usted repartir el cuerpo de Cristo, pero la sensación no es la misma para la gente del pueblo”.
Los curas que envían a San Andrés por lo general duran poco ahí y su pleito con los del pueblo es permanente. Platica una persona cercana a la iglesia: “Al padre Flavio le decíamos que sacara la imagen a la procesión. Y él nos decía: ‘Bola de fanáticos’. Y yo le explicaba: ‘Eres tú el que no comprende lo que ocurre’. Cuando finalmente sacábamos la imagen y lo escuchaba decir: ‘Es sólo una imagen. Eso, ¿qué?’, me sentía agredido. Ofendía a la imagen y yo lo sentía personal”. Desde la perspectiva de la iglesia católica los de San Andrés son herejes por poner a su santo por encima de Jesús. Pero, efectivamente, los curas “no entienden lo que ocurre”, porque más que un ritual católico contaminado de idolatría, fetichismo y milagrería, el culto a San Andrés es acto de adhesión a una identidad colectiva cuyas raíces son anteriores a la Conquista y a la imposición del santo. Un persistente nosotros que más que en torno a una figura de madera pintada gira en torno de las fiestas que se le hacen. Encuentros multitudinarios en los que se ratifica que San Andrés Totoltepec es pueblo y lo seguirá siendo mientras sea capaz de reunirse y celebrar. No es sólo San Andrés, son todos los pueblos del sur de la Ciudad que celebran a sus santos y celebran el hecho de seguir estando juntos, originarios y ahora también avecindados. Y las fiestas funcionan igualmente hacia afuera. En ellas el pueblo se muestra, se engalana, se pavonea: “Cuando llegan los visitantes siento un orgullo -dice una sanandreseña- Como decir: es la feria y es mi pueblo y miren todo lo que hacemos”. Es también a través de sus fiestas que las comunidades se encuentran unas con otras. Expresión de este diálogo son las Promesas, visitas llevando música y cohetes que los de un pueblo hacen a los de otro cuando está en su fiesta patronal. Encuentro simbólico entre dos pueblos y entre dos santos. Reciprocidad. A través de las Promesas los pueblos del sur salen del ensimismamiento y se identifican con otros como pueblos del sur. Que ni los católicos ni los protestantes ni los librepensadores quieran quitarles sus santos a los pueblos. Eso ya sucedió hace mucho y por un rato quedaron descobijados. Dice un lugareño ilustrado: “Se me hace como el período de la Conquista, que llegaban a quitar los ídolos y poner a Cristo. O algo así se me hace. Mi gran pleito con los curas es: ‘¿No vas a poner la imagen?’... ‘No los puedes dejar desamparados’. Porque sin ella la gente se queda como huérfana”. *
Pero rollos identitarios aparte, la fiesta es la fiesta: sagrada y profana, ceremonia y reventón, rito formalizado e improvisación, elevación espiritual y gusto del cuerpo. La fiesta es cesura, paréntesis, interrupción. Circunstancia excepcional en que el tiempo ordinario de la chinga en el trabajo deja el paso a un festivo tiempo de ahora. Días de puertas abiertas en que en las casas se ofrece a los visitantes café y pan o tamales y atole, momentos en que lo privado es público y lo público privado. En la fiesta grande San Andrés estrena capa y la capilla portada nueva. Durante los días previos, de todos los barrios van llegando las infaltables ofrendas de cirios y flores anunciando su arribo con estruendosa música de aliento. El fin de semana en el atrio de la iglesia los chinelos, arrieros y santiagueros bailan todos a la vez, desde la madrugada hasta el atardecer, cansando a las bandas que tienen que turnarse para seguirles el ritmo. Los cohetes truenan cada media hora y en las noches los estallidos son potentes y multicolores. El fin de semana hay juegos pirotécnicos y grandes castillos de fuegos artificiales. Las familias que prepararon los chiles con anticipación hacen mole y, si se puede, barbacoa. Las calles principales, Reforma y La palma, se atascan de puestos en que venden artesanías, sombreros, cachuchas, sudaderas de las águilas o las chivas, pantaletas de enseñar, jarros y ollas de barro, trastes de peltre, esquites, papas fritas, pan de plaza, agua de coco, cacahuates garapiñados, algodón de azúcar… aunque también idiosincráticos hot cakes con cajeta o leche condensada y grasientas hamburguesas. Hay puestos para ejercitar la puntería y regalarle el improbable premio a la novia, una casa del horror que anuncia jovencitas con cuerpo de lagarto y perros de dos cabezas, en un baldío se amontonan vertiginosos juegos mecánicos que arrancan aullidos a los niños pequeños. Todos los años, por la fiesta, llega también a San Andrés el jaripeo. Esperado espectáculo que a un lado de la iglesia y entre brincadores chinelos, vociferantes ventas de carnitas, puestos de frutas, peroles hirvientes donde se prepara chicharrón y feroces claxonazos de coches, micros y taxis tolerados anuncia un enorme cuan flemático toro gris con cuernos de más de metro y medio cada uno, que con infinita paciencia se deja sobar y montar por los niños.
Escrito el editorial y aún por publicarse esta segunda parte, dio inicio la fiesta grande de este año. Y ahora, además del habitual toro, departen con los alborotados sanandreseños un gran caballo y tres pequeños ponis de menos de un metro de alzada, tan apacibles como su colega bovino, pese a que los equinos son por naturaleza nerviosos. Esta vez observé más de cerca al toro y un par de calentadores de lana que ocultan el nacimiento de sus enormes astas me hicieron sospechar que son postizas. Lo que no le resta prestancia y dignidad al beatífico animal. Vendimia, juegos mecánicos, comparsas, jaripeo, cohetes a discreción y por las noches trago y baile con las orquestas de moda. Un pinche caos. Un bullicio organizado de cuya parte ritual son responsables los mayordomos. Encargados que rinden cuentas a la asamblea y no al cura, pues aun si tiene un motivo religioso la fiesta patronal está al margen de la institucionalidad católica. Dice uno que fue mayordomo: “La organización es completamente ajena a la iglesia. Una vez que empieza la fiesta la pastoral desaparece”. * Como se ha visto, los de Totoltepec somos idólatras. Lo éramos antes de que llegaran los españoles y lo seguimos siendo ahora. Y si los mexicanos adoran a Tonantzin-Guadalupe nosotros le hacemos fiestas a San Andrés. Dice un vecino: “Así como la Virgen de Guadalupe significa mucho para el país, para nuestro pueblo la imagen de San Andrés, no la iglesia, la imagen es superimportante”. Lo dicho, somos idólatras. ¿Y?
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