Golondrina sin verano
Los antitaurinos de dentro
i no estamos pensando la verdad, no pensamos en el mundo en el cual tenemos que actuar. Si no actuamos con base en la verdad, nuestras posibilidades de incidir en el mundo real serán azarosas… hacerle la vida difícil a las instituciones que se manejan con secretos cambia el entorno de los medios, el ambiente del conocimiento”, decía Julián Assange, director de la organización WikiLeaks, dedicada a difundir filtraciones informativas que revelan comportamientos no éticos ni ortodoxos de los gobiernos, principalmente del estadunidense, en memorable entrevista de Miguel Concha en La Jornada, en junio de 2013. Han pasado cuatro años y medio de aquella sustanciosa advertencia, y el mundo, como siempre, ni ve ni oye, y la autollamada familia taurina, menos.
¿Cuál tendría que ser entonces la verdad de la tauromaquia que avalara un sustento ético que pudiera incidir en el mundo y no en los todopoderosos despachos de la tauromafia? ¿Torear bonito?, no. ¿Divertir al público?, tampoco. ¿Encubrir maromas fiscales?, menos. ¿Aumentar las utilidades de las empresas?, sólo si ofrecen emociones. ¿Incrementar el prestigio de los famosos?, salvo que toreen sin disminuir la dignidad animal del toro, es decir, sin manipular sus astas ni aparentar un trapío sin edad.
Ha sido tan ignorada, manipulada y agraviada la afición en décadas recientes, que cuando por fin la plaza México ve conjuntarse un toro y un torero auténticos, tanto los comunicadores taurinamente correctos –esos que aplauden por igual lo hecho ante un novillón dócil que ante un toro exigente– como los críticos pensantes, echan las campanas al vuelo, entonando hosannas y aleluyas sobre la grandeza del toreo. El problema es que una golondrina (José Tomás) no hace verano (la fiesta hoy) y en plazas de primera lo que debería ser habitual se volvió excepcional. La verdad tauromáquica, lejos de incidir en el mundo real como referente de heroísmo que refleja y enorgullece a los públicos, se redujo a pasatiempo de poderosos avalado por los positivos falsos y los antitaurinos de dentro.
Un antitaurino declarado dista por lo general de ser un cuestionador consistente de la tauromaquia, ya que carece de conocimientos específicos suficientes, mientras que muchos promotores, conocedores y comunicadores se convirtieron en antitaurinos encubiertos al empeñarse en presentar como verdadera y defendible una fiesta de toros que hace años invalidó –al imponer la mansedumbre pasadora, acatar el ventajismo de los famosos y corromper a la autoridad– su esencia taurina ética y estética.
Haber falseado el encuentro sacrificial entre dos individuos, confundir la emoción de la bravura con el éxtasis del posturismo ante acometidas bobas; cobrar al público, con la complicidad de las autoridades, por lo que dejó de ser auténtico y difundirlo en los medios como si lo fuese, sí que constituye una amenazante militancia antitaurina grotescamente disfrazada de taurinismo constructivo y optimista.
Reflejo de la corrupción política –dejar de actuar con base en la verdad– que permea el resto de las actividades en el país, el espectáculo de los toros también dejó pasar a la canallocracia, como dijera Rubén Darío hace 100 años. Y si a esta atmósfera bastardeada añadimos la trivialización de la época y de quienes manejan la fiesta, se entiende por qué los públicos ya no saben exigir el toro con edad ni menos emocionarse con la lidia de éste, sino que reducen la tauromaquia a tres o cuatro toreros –marca que torean bonito toros a modo. Haber trivializado el riesgo y expulsado a la bravura, sentenció a muerte esta tradición.