igámoslo ya y sin ambages: la república no va y los aspirantes a gobernarla no dan señas de que han tomado nota. Ni la economía ni la estructura social parecen capacitadas para responder a una demografía del tamaño, composición y dinámica de la mexicana. Tampoco la democracia y su pluralismo han podido responder al reclamo fundamental de la época, que es contra la desigualdad, la desprotección y la vulnerabilidad que embargan la vida cotidiana de millones de compatriotas.
En fin, que este lenguaje, que habla de república, compatriotas, dolencias colectivas, hasta de patria y solidaridad, no tiene cabida ni eco en los discursos y proclamas con que los candidatos, llamados precandidatos por mandato de absurda ley, pretenden conmovernos y llevarnos a votar. Tan helados como los días.
Se trata de un vacío retórico que se ha vuelto político y que pone contra la pared todo discurso democrático, no digamos republicano o de pretenciosa avanzada. Parece haberse tejido un lamentable consenso en torno a la pasividad y la conveniencia de mantener el estado de cosas en la economía y el reparto social.
¡Que nadie se mueva! Tal parece ser la consigna de orden de estos días inaugurales de la campaña presidencial más grande de nuestra historia. Y hay de aquel que ose alterar dicho orden, aunque sea de modo conjetural. Nada más y nada menos que el poder y los votos que van a concederlo; nada más que las alianzas extrañas que van a garantizar la victoria ante las urnas que nos hacen creer por un minuto en la igualdad de los desiguales.
Mucho deberían estar diciendo los pre y poscandidatos, menos las pueriles tomas de posición a que nos convocan. La desigualdad es la figura que nos desfigura como país y contrae todavía más la imagen y autoridad legítima del Estado. La falta de crecimiento económico es la muestra mayor de lo infructuosa que ha probado ser la estrategia de crecimiento hacia fuera, adoptada hace 30 años, en tanto que las cuotas de pobreza masiva documentadas y auditadas son la prueba eficiente de la caducidad del régimen político, del sistema político y del Estado, y de su ineficacia histórica para asegurarle al país y sus ciudadanos el mínimo técnico necesario para vivir la vida como comunidad civilizada, organizada, orgullosa de ser tal comunidad y de presentarse como nación ante el mundo.
Nada de esto funciona bien, mucho menos si lo contrastamos con el inventario de carencias y reclamos de las bases sociales o las exigencias airadas de una sociedad civil organizada cuyo tamaño no se compadece con sus decibeles. Pero que da cuenta de una reserva de indignación invaluable.
Nos movemos en medio de las turbias y tormentosas aguas de un fin de era y, en nuestro caso, de régimen, para los cuales no tenemos sino legados morales, recuerdos, memoria de gestas libertarias y justicieras, a las que con demasiada prisa renunciamos para quedarnos huérfanos, desnudos, náufragos de los hundimientos y encallamientos de las muchas naves que transportaron la ilusión y la esperanza en un mundo mejor hecho con las manos. La certeza de que no fue suficiente está en el cuadro desalentador de las opciones presidenciales para el año entrante: del conservadurismo a la astucia parroquial; de la defensa de lo grotesco, como esa alianza evangélica, a la petulancia de quienes no tienen más ruta que la suya, a pesar de sus fallas catastróficas a lo largo de tres decenios seguidos.
¿Qué más? Sólo queda la construcción de una voz de reclamo y exigencia a quienes quieren mandarnos, que los obligue a tomar nota, a prepararse moral e intelectualmente para rendir cuentas como elemental obligación republicana y, sobre todo, a enmendar errores a tiempo y reconocerlo sin trampitas y subterfugios. Es decir, para tener cuanto antes, frente al diluvio de fuego y crimen que se apodera de imaginaciones y realidades cotidianas, una opción sencilla para una república habitable. No una potencia, pero tampoco un monasterio,. Mucho menos un campo de golf al estilo trumpiano.
Recordatorio: érase una vez una república que recibió refugiados y perseguidos y encaró a la barbarie fascista y puso quietos al antisemitismo y el racismo, y el clasismo renaciente, que no impidieron las proezas de Don Luis I. Rodríguez y Gilberto Bosques en defensa de los perseguidos en España y Europa toda. Que con Fabela protestaron por la artera agresión a Etiopía. Hasta defender a los guatemaltecos y apoyar a Cuba.
Hoy premiamos y reconocemos unas muestras de excelencia de aquellos empeños:
José Sarukhán, reconocimiento mundial de pares eminentes por su labor en defensa del medio ambiente y la biodiversidad.
Julia Carabias, medalla Belisario Domínguez del Senado.
Elena Álvarez-Bulia Roces, Premio Nacional de Ciencias.
Jaime Ros Bosch, doctor honoris causa de la Universidad Autónoma Metropolitana.
Emilio Sacristán Rock, Premio Nacional de Tecnología
Todos hijos y nietos del refugio y el exilio.
¡Qué gran exilio! ¡Qué grandes hijos! ¡Gran lección de generosidad de aquel Estado, de la sociedad y sus instituciones que los acogieron y promovieron para lo mejor!