n el marco de una sociedad democrática no cabe calificar si no como desfiguro y atropello el proceso de aprobación de la Ley de Seguridad Interior que llevaron a cabo ambas cámaras del Congreso entre la tarde del jueves y la mañana de ayer. En efecto, resulta incomprensible que una legislación con tales alcances fuera votada sin admitir la discusión de una sola de las reservas planteadas por grupos parlamentarios opositores, e ignorando de manera ominosa las observaciones de expertos, organizaciones de la sociedad civil, organismos internacionales, rectores de algunas de las universidades más importantes del país, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos y, lo más grave, a las propias víctimas de la violencia.
Un aspecto especialmente repudiable de las maniobras con que se aprobó el respaldo jurídico a la actuación de las Fuerzas Armadas en labores de seguridad pública reside en la perversa manipulación desplegada al justificar la nueva ley con el pretexto de la grave crisis en la materia, problemática que de manera innegable atraviesa el territorio nacional. En los hechos, los efectivos militares desempeñan dichas labores desde hace más de una década, cuando el entonces presidente Felipe Calderón declaró la guerra contra el narcotráfico
, sin que hasta ahora su participación en el combate armado a la delincuencia se haya traducido en avance alguno en la protección de la integridad física y material de los ciudadanos.
Por ello, debe lamentarse que, lejos de avanzar en esa dirección, la legislación turnada al Ejecutivo amplíe las posibilidades de impunidad en los casos de violaciones a los derechos humanos que ocurren en el marco de los operativos de las corporaciones armadas para el combate del crimen organizado. En este sentido, episodios tan graves como los documentados en Tlatlaya en junio de 2014, y Tanhuato en mayo de 2015, deberían bastar como freno contra toda pretensión de reforzar los márgenes de discrecionalidad y opacidad en que se desarrolla este tipo de acciones, como hace la Ley de Seguridad Interior al restringir el acceso a la información de cualquier acto realizado bajo su amparo.
Con la presente reforma, el Ejecutivo federal y sus aliados en el Congreso refuerzan una estrategia probadamente fallida y se aferran a la ceguera institucional ante las causas que subyacen al fenómeno delictivo. En suma, una vez más se apuesta a perpetuar la guerra, con la consiguiente renuncia a la búsqueda de los mecanismos necesarios para ponerle fin.