ara aquellos que corrieron el riesgo de pensar, ojalá que con el fin del año y el fin de las palabras se acabaran las tribulaciones, las pesadumbres que han invadido el estado de ánimo de millones de mexicanos. Un fin de año turbulento en sí, no por ser portador de las tormentas típicas de las grandes revoluciones realmente transformadoras, sino porque sus borrascas no son para enorgullecer a nadie. Hay vientos huracanados que nos vienen de fuera, sí. El TLCAN, la inestabilidad europea por el Brexit, los hechos terroristas, el tema catalán, Trump y sus aberraciones, la última –ojalá–: el asunto de Jerusalén y sus consecuencias apenas esbozadas, mientras Putin se corona pacificador en Siria.
Por dentro nos agobian la corrupción que cada día es más generalizada, la impunidad con manifiesta protección oficial, la justicia en pleno déficit, violencia –que es ya más que inseguridad–, la inflación, el desempleo y subempleo, prácticas políticas alucinantes y mucho más. De manera que, si un arrojado quisiera explicar cada caso, analizarlo, reflexionarlo quizá para propio interés, descubrirá que se acabaron las palabras, que las que hubieran sido propias están terriblemente gastadas, que ya no dicen lo que se les supone, que han dejado de impactar, vicio y virtud significan lo mismo o ninguna comunica nada. Pareciera que el español, con sus 93 mil palabras, según el último Diccionario de la Real Academia Española 2014 (DRAE), ya no pueden describir lo que pasa en México. Si se leen esas palabras se verá que ya no expresan significado, no transmiten emoción, ni acción ni un estado de ánimo. Vaciamos al español.
De esta manera en México vamos en camino de que se diga lo que se diga, se escriba lo que se escriba, no somos capaces de transmitir lo que pensamos, menos lo que sentimos. Y no hemos acabado, nos viene una catarata de desenfrenos que será el decir electoral, vergüenza de la que ya tenemos sólidas evidencias. El estado de ánimo nacional es en síntesis de un gran enajenamiento, de gran confusión. No sabemos si el suelo que hoy pisamos estará ahí mañana. Lo único que priva es la certidumbre de que el derrumbamiento empezó por lo menos hace 20 años.
El único y magno recurso que está pendiente de aplicarse es el Poder Nacional. Este es el conjunto de activos geográficos, demográficos, históricos, políticos, jurídicos, sociales y económicos de que dispone el país de manera indubitable, fueran estos de la capacidad que fuera. Es un conjunto de recursos que en otros países ha sido aplicado ante sus tribulaciones con talento, planeación, criterio de agregación que son propias de un gran liderazgo. Un sistema de gobierno conducido con intensidad siempre rinde frutos mayores. El Poder Nacional es intangible pero sus factores no, y al ser medibles, sus variantes pueden ser inducidos, programados y controlados. Esta conceptualización de la fuerza nacional no especifica con claridad un requisito: un líder al nivel del reto que es la crisis y el manejo del potencial.
Este es el reto que en síntesis se presenta a nuestro país y que se supone resolverá en principio el próximo primero de julio. Con urgencia pocas veces vista en términos históricos, por lo menos en el último medio siglo, el anhelo de subsistir y avanzar en ruta al país deseado, democrático y justo está en riesgo. Se agolpan, como es el sentir público, altas probabilidades no sólo de perder el camino sino de desandar lo andado. Es caer por una grieta.
Nos sentimos amenazados por los extremos a los que puedan llegar tirios y troyanos en sus campañas, no a los argumentos audaces, sino a los pendencieros y vacíos, a los restantes de esperanza en lo nacional y de prestigio hacia afuera. Estamos en riesgo de alcanzar niveles de cinismo no conocidos, de normalizar lo anormal y de no ejercer nuestra capacidad de indignación y lucha. Eso no sucedería con el líder singular que sepa plantear una agenda cósmica en lo emocional y racional en su gobierno.
Un líder sensible al dolor por los sueños fallidos y a las pesadillas actuales, capaz de plantear una especie de nuevo mundo que no por utópico fuera no anhelado. Habría fracasos notables en su respuesta. Lo que ya es insoportable es asumir más fracasos morales. La falta de ética en las dirigencias nos ahoga y, lo peor, incentiva su imitación.
Es urgente que, si con el fin de año se acabaron las palabras, de esa anemia surgieran las ideas y actitudes que hoy no son prescindibles. Invéntese la frase: En política exigimos sabiduría y dignidad
. ¿Utopía de fin de año?, ¡quizá!