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De la revolución rusa y América Latina
U

na revolución puede ser imaginada, deseada, teorizada, idealizada. Pe­ro en la Rusia de Le­nin (1917-24) se repitió lo acontecido durante la Gran Revolución (Francia, 1789-99), y no como farsa: el empoderamiento progresivo de una burocracia, que frente a las dificultades de la política, terminaron entendiendo la revolución como una suerte de religión ­positiva.

Sin embargo, el comunismo de guerra de la primera etapa (1918-21), junto con el capitalismo de Estado de la segunda (Nueva Política Económica, NEP, 1922-28), probaron que, en tanto formación histórica y de producción, el simple cambio de manos del capital no alteraba su sustancia. O sea, el sistema productivo. Y que la transformación de la propiedad tampoco incluía, necesariamente, la abolición del modo capitalista de producción.

Obligado por la dura realidad, Stalin recurrió a los técnicos de Henry Ford para que le diseñen su primer plan quinquenal (1928-32). Plan que devino en proceso de industrialización forzada, y en tumba de millones de seres obligados a trabajar por el futuro del socialismo. ¿Tramo heroico de la historia que, con gran deshonestidad intelectual, algunos comparan con la (ahí sí) heroica Gran Guerra Patria que derrotó al nazifascism?

El 21 de junio de 1941 (momento dramático y terminal), Stalin se dirigió al pueblo con la voz hermanos, en lugar de camaradas: ¡Hermanos!... ¡la patria ha sido invadida! Y 76 años después, créase o no, millares de izquierdistas siguen aclarando que términos como hermano o patria son propios del lenguaje burgués, nacionalistapopulista.

Pero el éxito de una revolución es la política. Y la política es la gente. ¿Gente y pueblo son sinónimos? Los marxistas colonizados diluyen ambas voces en la noción de clase; los liberales cosmopolitas en el concepto de ciudadano; los tecnócratas ignorantes sólo piensan en cómo estafar a la gente, y para los luchadores sociales no hay drama porque entienden que ambos términos marchan parejos.

De ahí la incongruencia de los teóricos izquierdistas new age, que nos anuncian el advenimiento de las insurrecciones silenciosas. Mas no tan lejos, entonces, de las izquierdas que viven cotejando una y otra vez su identidad, definiéndose con respecto a

¿Con respecto a qué? En 1939, desconcertado por el Pacto Ribbentrop-Molotov y poco antes de enrolarse como piloto a inicios de la Segunda Guerra Mundial, el escritor francés Paul Nizan (1905-40) escribió en carta a su esposa: “…si para entender lo que ocurre debemos referirnos ahora más a la historia de Carlos II (de Inglaterra), que a las obras completas de Marx”.

En América Latina, el desencuentro ideológico y político de las izquierdas con sus propios pueblos, también tiene más de 100 años. Y no podía ser de otro modo, por haber sido formados en la pedagogía liberal positivista que llevó a creer, durante decenios, que nuestras independencias fueron posibles por el influjo de las doctrinas democráticas de la revolución francesa, y la Constitución de Estados Unidos.

En efecto, la revolución rusa partió en dos la historia de la humanidad, asestando un golpe mortal al mundo colonial, encendiendo luces rojas en todas las cuevas de la barbarie capitalista. Pero no pudo acabar con la lógica del capital. Y en América Latina, los partidos comunistas alineados con Moscú (Tercera Internacional) jugaron un rol tan nefasto como los grupillos de la cuarta, y el florido abanico de las derechas guarecidas bajo el paraguas liberal.

Según el historiador boliviano Gabriel René Moreno (1836-1908), en los documentos del tercio final del siglo XVIII, no hay huellas concretas del pensamiento democrático-revolucionario europeo. Pero cabe subrayar, y destaca, la abominación del pueblo, y en modo especial, de todo lo francés: el ateísmo jacobino, el restablecimiento de la esclavitud en Haití y el Caribe, y las tropelías de Napoleón ahogando en sangre los gritos de libertad, igualdad, ­fraternidad.

En cuanto a polémicas ideológicas, la invasión de Bonaparte a España encendió las querellas entre carlotistas y fernandinos, mucho más tenaces que las de Danton y Robespierre. Mientras las ideas de libertad y democracia también circulaban, aunque eran cavilaciones puramente letradas.

Celebremos el centésimo aniversario de la revolución rusa por sus logros, y la esperanza que en su época suscitó entre los pobres de la tierra. Pero no olvidemos que de sus despiadadas luchas por el poder, de sus feroces intrigas políticas, de los llamados errores que fueron crímenes sin más, surgieron las mañas y sectarismos, dogmatismos y oportunistas que, hasta hoy, impiden avanzar hacia el otro mundo posible.