Jueves 5 de octubre de 2017, p. 4
De la narradora canadiense Margaret Atwood (Ottawa, 1939), reconocida con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2008, el sello Salamandra por conducto de editorial Océano publica una redición de su novela El cuento de la criada, (1985), en la que anticipó con llamativa premonición una amenaza latente en el mundo de hoy
. Con autorización de la editorial, ofrecemos a los lectores de La Jornada un adelanto de esta obra, cuya adaptación a una exitosa serie televisiva se estrenó el pasado abril.
Dormíamos en lo que, en otros tiempos, había sido el gimnasio. El suelo, de madera barnizada, tenía pintadas líneas y círculos correspondientes a diferentes deportes. Los aros de baloncesto todavía exis-tían, pero las redes habían desaparecido. La sala estaba rodeada por una galería destinada al público, y me pareció percibir, como en un vago espejismo residual, el olor acre del sudor mezclado con ese toque dulce de la goma de mascar y el perfume de las chicas que se encontraban entre el público, vestidas con faldas de fieltro –así las había visto yo en las fotos–, más tarde con minifaldas, luego con pantalones, finalmente con un solo pendiente y peinadas con crestas de rayas verdes. Allí se habían celebrado bailes; persistía la música, un palimpsesto de sonidos que nadie escuchaba, un estilo tras otro, un fondo de batería, un gemido melancólico, guirnaldas de flores hechas con papel de seda, demonios de cartón, una bola giratoria de espejos que salpicaba a los bailarines con copos de luz.
En la sala había reminiscencias de sexo, soledad y expectación de algo sin forma ni nombre. Recuerdo esa sensación, el anhelo de algo que siempre estaba a punto de ocurrir y que nunca era lo mismo, como no eran las mismas las manos que sin perder el tiempo nos acariciaban la región lumbar, o se escurrían entre nuestras ropas cuando nos agazapábamos en el aparcamiento o en la sala de la televisión con el aparato enmudecido y la luz de las imágenes parpadeando sobre nuestra carne exaltada.
Suspirábamos por el futuro. ¿De dónde sacábamos aquel talento para la insaciabilidad? Flotaba en el aire, y aún se respiraba, como una idea tardía, cuando intentábamos dormir en los catres del ejército dispuestos en fila y separados entre sí para que no pudiéramos hablar.
Teníamos sábanas de franela de algodón, como las que usan los niños, y mantas del ejército, tan viejas que aún llevaban las iniciales U.S. Doblábamos nuestra ropa cuidadosamente y la dejábamos sobre el taburete, a los pies de la cama. Enseguida bajaban las luces, pero nunca las apagaban del todo. Tía Sara y Tía Elizabeth hacían la ronda; en sus cinturones de cuero llevaban colgando aguijadas eléctricas como las que se usaban para el ganado.
Sin embargo, no portaban armas de fuego; ni siquiera a ellas se las habrían confiado. Su uso estaba reservado a los Guardianes, a quienes se escogía entre los Ángeles. No se permitía la presencia de Guardianes dentro del edificio, excepto cuando se los llamaba; y a nosotras no nos dejaban salir, salvo para dar nuestros paseos, dos veces al día y de dos en dos, en torno al campo de fútbol que ahora estaba rodeado por un cercado de cadenas, rematado con alambre de espino. Los Ángeles permanecían fuera, dándonos la espalda. Para nosotras eran motivo de temor, y también de algo más. Si al menos nos miraran, si pudiéramos hablarles... Creíamos que de ese modo lograríamos intercambiar algo, hacer algún trato, llegar a un acuerdo; aún nos quedaban nuestros cuerpos... Ésa era nuestra fantasía.
Aprendimos a susurrar casi sin hacer ruido. En la semipenumbra, cuando las Tías no miraban, estirábamos los brazos y alcanzábamos a tocarnos las manos. Aprendimos a leer el movimiento de los labios: con la cabeza pegada a la cama, tendidas de costado, nos observábamos mutuamente la boca. Así, de una cama a otra, comunicábamos nuestros nombres:
Alma, Janine, Dolores, Moira, June.