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Cultivando la transformación agroecológica desde la escuela Helda Morales y Bruce Ferguson Investigadores de El Colegio de la Frontera Sur y coordinadores del programa Laboratorios para la Vida (LabVida)
Estamos convencidos de que la agroecología como ciencia, práctica y movimiento puede aportar a un sistema alimentario bueno, limpio y justo. Por ello, durante 20 años enfocamos nuestro trabajo académico en la restauración agroecológica y en el control biológico de conservación. Son temas que nos apasionan y tuvimos resultados interesantes, pero siempre teníamos el gusanito de ¿por qué razón estas prácticas bondadosas con el ambiente y la sociedad no se adoptan más? Gran parte de nuestra inquietud surgía al ver a colegas agroecólogos llevar salchichitas en lata a los convivios, consumir tortillas de harina de maíz, preferir elotes importados o buscar excusas para no comprar en el tianguis agroecológico. Si personas educadas en la importancia de la agroecología y con posibilidades económicas para elegir sus alimentos preferidos no estaban consumiendo productos locales agroecológicos, ¿cómo podíamos avanzar? Nuestros compañeros de trabajo justificaban estas aparentes incongruencias argumentando que no sirve de nada tomar medidas individuales, que debíamos trabajar por cambiar el sistema político. Concordamos en la necesidad del cambio sistémico, pero consideramos que las búsquedas de los cambios personales y políticos no son mutuamente excluyentes. Incluso pueden ser sinérgicas, sobre todo cuando tomamos en cuenta nuestro papel como formadores y la importancia de enseñar con el ejemplo, siendo congruentes en nuestras palabras y acciones.
Nuestra esperanza está en el cambio desde abajo. Incluso bajo gobiernos de izquierda o centro-izquierda, las políticas y los programas agroecológicos han sido conquistas de movimientos sociales, como la de la Asociación Nacional de Agricultores Pequeños en Cuba o el Movimento Sem Terra (MST) en tiempos de los gobiernos del Partido de los Trabajadores (PT) en Brasil. Únicamente un pueblo agroecológicamente alfabeto es capaz de formular y exigir cambios de esta índole. Por lo tanto, vemos esencial apoyar y acompañar al desarrollo de una gran gama de iniciativas sociales a favor de los sistemas agroalimentarios justos y sanos. Con la idea de que el sistema político-alimentario se cambia desde la panza, y que influir en los hábitos de personas adultas es complicado, en 2006 empezamos, con el antropólogo y promotor de la agroecología en Chiapas, Ronald Nigh, a trabajar en escuelas primarias urbanas y algunas comunidades de los alrededores de San Cristóbal de Las Casas. Ofrecimos una serie de talleres con un enfoque indagativo, para que los niños descubrieran por sí mismos los problemas de una dieta industrializada y los beneficios de una basada en los sistemas agrícolas tradicionales de Mesoamérica. Por ejemplo, algunas actividades que impactaron a los niños fueron leer la lista de ingredientes de alimentos procesados como yogures de sabores, pan de caja, fórmula láctea, galletas y jamones industriales, así como una charla sobre lo que los científicos han aprendido de la dieta mesoamericana basada en la milpa (maíz, frijol, calabaza, hierbitas, tomates y chiles). Descubrimos que brindar herramientas para la indagación científica permite tomar mejores decisiones alimentarias. Convencidos de la importancia y eficacia de influir en la gente joven, buscamos cómo extender nuestro alcance. Entramos en contacto con un grupo de maestros que sentían la necesidad de formarse en ciencia y también preocupados por la alimentación de sus estudiantes. Fue así que desde el 2009 iniciamos un programa de formación de docentes chiapanecos. Desde entonces, hemos ofrecido talleres y diplomados en huertos escolares y alimentación consciente a docentes desde el preescolar hasta la universidad y, recientemente, también incluimos a educadores de organizaciones civiles que trabajan con agricultores y familias. Los objetivos de nuestros programas de formación son masificar la agroecología, mejorar nuestros sistemas alimentarios, revalorizar los sistemas agrícolas y alimentarios locales, mejorar la práctica docente de los participantes y promover una actitud crítica e indagativa. Basándonos en prácticas pedagógicas del constructivismo y la investigación-acción participativa, comenzamos hablando de los saberes de los participantes y de las familias de sus grupos de trabajo. Complementamos estos conocimientos previos con teoría y estado del arte de la agroecología y la ciencia de la alimentación. Ponemos en práctica los aprendizajes trabajando en el huerto, cocinando y comiendo; realizando observación participante con productores agroecológicos y cocineras tradicionales, y realizando experimentos con materiales sencillos en el campo y la cocina. Brindamos espacios de reflexión sobre el significado de lo compartido en nuestras propias vidas y en nuestra práctica docente, e impulsamos la apropiación al pedirles a los participantes que diseñen, implementen y analicen actividades sobre el sistema alimentario con sus grupos de trabajo. Algunas de las actividades diseñadas por los docentes de nuestros programas de formación están plasmadas en el manual de huertos escolares “Sembremos ciencia y conciencia” (Morales et al. 2016). Junto con nuestro equipo de trabajo, estudiantes de posgrado y los mismos diplomantes, analizamos nuestra propia práctica formativa y su impacto. Así, vamos ajustando y rediseñando nuestros programas. Iniciamos con un enfoque en el huerto escolar como un laboratorio vivo para el rescate de saberes locales; la enseñanza de la ciencia, y la oportunidad de contribuir a una dieta variada, sana y consciente. Los docentes participantes reportaron que el programa tuvo impacto sobre su propia dieta y la de sus familias. Logramos que reconocieran el valor de la dieta mesoamericana, que aumentaran su consumo de alimentos locales producidos sin agroquímicos y que evitaran los alimentos industrializados del supermercado. También logramos que mejoraran su práctica docente al abordar diversos contenidos curriculares desde el huerto, con actividades arraigadas en la realidad de cada lugar. Logramos impactar también la actitud de los jóvenes, como ilustra el ejemplo de una adolescente de una escuela privada urbana de San Cristóbal, quien expresó que trabajar en el huerto le permitió apreciar el trabajo de los agricultores. Significativamente, el trabajo vivencial en el huerto permite brillar a algunos estudiantes de bajo rendimiento académico en el aula, ayudándoles a ganar confianza en sus habilidades y transformando su relación con la escuela. Los cursos y diplomados, junto con la Red Internacional de Huertos Escolares (www.redhuertos.org) que fundamos en el 2009 y la Red Chiapaneca de Huertos Educativos que establecimos junto con nuestros diplomantes en 2014, constituyen una comunidad de aprendizaje para los docentes. Estos espacios de apoyo mutuo e intercambio de ideas y saberes son de suma importancia para muchos educadores comprometidos, quienes de otra manera se sienten aislados o hasta hostigados por el sistema del cual forman parte. Vimos sin embargo, que los huertos escolares no son viables para todos los docentes ni en todas las escuelas. Establecer, mantener y sacar provecho de un huerto escolar requiere de trabajo en equipo sostenido durante años. En ese sentido, un problema fundamental es la gran movilidad de los docentes de la educación pública en Chiapas; es común que cambien cada dos años de escuela, y en algunas comunidades remotas existen “escuelas de paso”, donde año con año cambia prácticamente toda la planta docente. El tiempo siempre es un factor limitante, ya que los docentes, además de su carga académica, tienen una gran carga administrativa y enfrentan la necesidad de aportar a una multitud de necesidades relacionadas al funcionamiento básico de sus escuelas. La rigidez curricular y su atomización por materia van en contra del trabajo interdisciplinario por proyectos en el huerto. Además, los conflictos por el uso de los espacios en las escuelas, en particular donde hay doble turno, son muy comunes. Por ello, desde el 2015 arrancamos un diplomado en Alimentación, Comunidad y Aprendizaje, que va más allá del huerto escolar. Los diplomantes implementan un ciclo de investigación-acción participativa que inicia con un diagnóstico alimentario de la escuela o comunidad donde trabajan. Junto con sus estudiantes lo analizan, buscan soluciones y elaboran un plan de acción. Sus innovaciones metodológicas, hallazgos y reflexiones han sido sumamente ricos. Por ejemplo, dos maestras de preescolar fotografiaron los alimentos consumidos por sus niños durante varias semanas y en una reunión de familias presentaron los resultados de su indagación en carpetas individuales para cada alumno. El darse cuenta que sus hijos estuvieran consumiendo tanta comida industrializada cargada de azúcar (entre lo que llevaban desde la casa y lo que compraban en camino o en la misma escuela) provocó reflexiones profundas, preocupación y autocrítica en las madres de familia. Se pusieron de acuerdo para aprender a cocinar verduras de una forma novedosa y atractiva para sus pequeños. Pidieron a un chef, estudiante de nuestro grupo de trabajo, que les compartiera recetas y ellas a su vez impartieron talleres de cocina saludable a las otras familias. En una escuela primaria, un maestro pidió a sus alumnos completar una bitácora de la alimentación durante el receso en la escuela, graficar sus resultados y reflexionar sobre sus propios hábitos alimenticios. Estos pequeños descubrieron que las opciones de alimentos que les ofrecen en la escuela tienen mucha azúcar o son altamente procesados, por lo que tomaron la decisión de pedir ayuda a sus familias para que les enviaran comida de la casa. Una maestra de bachillerato realizó con sus alumnos recorridos para explorar su entorno alimentario. Concluyeron que alrededor de la escuela sí se venden productos sanos, pero en una forma difícil para ellos de consumir ya que no tienen facilidades para desinfectar y cortar frutas y verduras. Elaboraron el plan de negocios para una cooperativa escolar donde piensan ofrecer alimentos sanos, atractivos y fáciles de comer durante el receso. Un maestro de ciencias sociales de la Universidad Autónoma de Chiapas (Unach) pidió a sus alumnos elaborar una encuesta en su facultad, para diagnosticar los hábitos alimenticios de sus compañeros. Al descubrir que la mayoría está comiendo poco y mal, sus alumnos se entusiasmaran por establecer un huerto en la universidad y crear un grupo de apoyo para comer mejor. Los docentes necesitan materiales y estrategias pedagógicas que estén adaptados al ambiente y cultura de sus estudiantes. Con esto en mente, hemos adaptado el plato de la buena alimentación de Harvard a los ingredientes y cultura chiapaneca de los Altos y de las tierras bajas. Estamos cada vez más convencidos que desarrollar una actitud indagativa y reflexiva, unida a las emociones que esto crea al vincularlas con los hábitos culturales y familiares, permite realizar cambios positivos en nuestra dieta y formar personas conscientes de las implicaciones de sus decisiones alimentarias. Descubrimos también que personas de todas las edades, al tomar conciencia de sus hábitos alimenticios y sus consecuencias sobre sus cuerpos, el ambiente y la sociedad, son capaces de hacer modificaciones radicales en su dieta, e involucrarse para hacer cambios en el sistema educativo en que están inmersos y luchar por la soberanía alimentaria. Los docentes pueden iniciar la revolución de nuestro sistema alimentario desde sus propios platos, sólo necesitan nuestro apoyo.
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