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Perder el bosque Guillermo Bermúdez y Martha Elena García Periodistas de ciencia independientes, especializados en temas de alimentación y medio ambiente [email protected] y [email protected] Si decidir qué comer se ha vuelto en la actualidad algo tan innecesariamente complicado, como dice Michael Pollan, con mayor razón resulta enredado el complejo tema de la alimentación. Éste abarca tantos aspectos, dimensiones y problemas que normalmente lo abordamos sólo desde una perspectiva, o a lo sumo dos. De alguna manera, observamos el árbol y perdemos de vista el bosque (o vemos el árbol sin detenernos en sus ramas). Como periodistas, el andar investigando experiencias y dejando testimonio de ellas nos ha permitido asomarnos al bosque de la alimentación y asombrarnos de su diversidad biológica y cultural, socioeconómica y política. Cuando nos adentramos en el tema, no sospechábamos que una sencilla pregunta –¿lo que comemos nos está enfermando?– nos llevaría a tal cantidad de asuntos, a primera vista sin relación entre sí. Algo que nuestro añorado Eduardo del Río, Rius, conectaba de forma magistral en Los Agachados, Los Supermachos y sus libros, pasando de la Coca-Cola y la basura que comemos al reparto agrario y los supermercados. Para tratar de comprender y darle cierto orden a esta maraña a fin de comunicar, entramos en contacto con ecólogos y biólogos moleculares, agroecólogos y agrónomos, sociólogos y economistas, antropólogos culturales y comunicólogos, especialistas en salud y nutriólogos, cocineras y estudiosos de la comida tradicional mexicana, e incluso especialistas en turismo ambiental, rural y gastronómico, además de abrevar en los saberes de las comunidades campesinas e indígenas y vincularnos con organizaciones de productores y de consumidores, organizaciones no gubernamentales e iniciativas de muy diverso tipo. Al cabo de un tiempo, caímos en la cuenta de que todos remamos en la misma dirección, que cada quien por su cuenta aporta conocimientos y experiencias prácticas, pero que poco nos arriesgamos a salir de la comodidad de nuestro tema y el círculo de colegas para asomarnos a ver qué hacen los vecinos. Quienes nos hemos acercado a esa ventana vemos que todos los alimentos tienen muchas historias que contar, que basta con preguntarle a lo que comemos de dónde viene, quién y cómo lo produjo, para darnos cuenta de que estas historias se entrecruzan; que en la alimentación todo se conecta: salud, economía, medio ambiente, política, sociedad y cultura, y lo que sucede en cada una de estas dimensiones repercute en las otras. La alimentación nos confronta como sociedad y como personas con problemas inaplazables que ameritan el despliegue de una enorme energía para hacerles frente. Los más urgentes son, por una parte, el hambre y la desnutrición de millones de mexicanos, en especial de los más pobres y marginados, lo cual refleja el abandono en que el neoliberalismo sumió al campo, la insostenible situación en que sobreviven la agricultura familiar, los pequeños y medianos productores, quienes paradójicamente son los que más aportan a la producción de alimentos. Por la otra, la insostenible epidemia de obesidad y la cauda de enfermedades que la acompaña, encabezada por la diabetes, que ameritó el lanzamiento de una alerta epidemiológica al llegar a cien mil la cifra de personas muertas a causa de ella; es una situación provocada fundamentalmente por la pésima calidad nutricional de los alimentos y bebidas industrializados, que han hecho más ricos a los consorcios nacionales y trasnacionales. Definitivamente, algo anda mal, muy mal en México en términos de políticas públicas que garanticen la salud de la población por la vía de la seguridad y la soberanía agroalimentarias. Como país ni siquiera hemos sido capaces de planear y poner en marcha un sistema agroalimentario que asegure mínimamente la disponibilidad suficiente de alimentos, menos aún el acceso a alimentos nutritivos, inocuos y acordes con la cultura o el uso adecuado de los mismos para lograr un estado de bienestar nutricional. Una política que parta de lo que necesita la gente, no de lo que conviene a la agricultura comercial, la industria de alimentos procesados y las cadenas de supermercados y comida rápida. Dejar estos problemas en manos del mercado es criminal o suicida por parte del Estado, y hay responsables que merecen ser enjuiciados. Ante la evidencia de la falta de autoridad, como dice el doctor Adolfo Chávez, cada vez más mexicanos despertamos y descruzamos los brazos, convencidos de la inutilidad de esperar a que hoy el Estado asuma sus responsabilidades. En diferentes frentes se busca entender qué está pasando y qué hacer, se despliegan proyectos e idean soluciones, se pone manos a la obra y se tejen redes de apoyo. Va quedando más claro que todos esos esfuerzos desperdigados o aislados necesitan unir fuerzas. Sólo unidos seremos capaces de generar propuestas articuladas sobre cómo comer para vivir mejor que, a su vez, se conecten con cómo mejorar la vida y la economía de nuestros campesinos y pequeños productores; cómo apuntalar la seguridad y la soberanía agroalimentarias; cómo ayudar a la agro biodiversidad y proteger los ecosistemas; cómo comer sano pero también sabroso, regresando a nuestras cocinas tradicionales y a nuestro rico patrimonio biocultural (que incluye más de cien especies de plantas domesticadas, muchas de ellas comestibles); cómo revalorar el conocimiento tradicional y los saberes de nuestros abuelos, de nuestros indios. Apasiona y entusiasma ver cómo proliferan los afanes por no dejarse arrastrar por la desesperanza en que nos quiere sumir el neoliberalismo, algo que ya ha documentado Víctor Manuel Toledo en materia de sustentabilidad, de colectivos y organizaciones solidarias. Ello nos inspiró a destacar en este suplemento un conjunto de experiencias de organización, producción, distribución y consumo, de proyectos ambientales, educativos, culturales y gastronómicos alternativos, de saberes tradicionales y agroecológicos encarnados en la milpa, sin olvidar los problemas que nos afligen –de salud, ambientales y económicos, entre otros– ni a sus culpables. Aquí encontraremos, por lo tanto, una pequeña muestra emblemática de alternativas que van del acercamiento multidimensional a la alimentación y nuevos enfoques para entender mejor el sistema alimentario, a ejemplos concretos de proyectos en varios estados de la República. En conjunto, las colaboraciones aquí reunidas nos indican que, alejándonos de la dieta occidental (y el pésimo ejemplo importado de Estados Unidos) y regresando a nuestra dieta tradicional, habrá una serie de repercusiones en todas las dimensiones de la alimentación que harán posible retornar al camino de la salud alimentaria y tener una verdadera fiesta del bien y del buen comer.
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